domingo, 29 de mayo de 2011

LA MUÑECA

                               
 
              Lo último que vieron sus ojos fue un campo verde de soja y un cielo azul despejado de nubes. Hanako volvía de disfrutar de un fin de semana en un campamento escolar cuando un camión que avanzaba en sentido contrario se empotró contra  el  autobús en el que viajaban los estudiantes de primaria, quedando su cuerpo atrapado entre hierros retorcidos.
            De acuerdo con el ritual, su madre había vestido a Hanako con un pequeño kimono blanco cruzado al lado contrario y había incorporado al ataúd sus recuerdos más queridos: cuentos, juguetes, diademas, pequeñas objetos que le habían acompañado en vida, además del kimono naranja con flores rosadas y el bonito obi o faja en tono beige que había lucido el año anterior por primera vez en la fiesta de la floración de los cerezos.
            Antes de ver en la urna funeraria el cuerpo de su única hija convertido en cenizas, Sakura arrebató de entre las manitas su muñeca preferida cuando ya todo estaba dispuesto para la cremación del cadáver. La imagen de su pequeña jugando con la muñeca, hablándole, cambiándole de vestido, incluso durmiendo en su mismo tatami, le hizo querer conservar aquella criatura de porcelana como algo con lo que aminorar el dolor de la pérdida.
            A partir del primer día la muñeca ocupó el lugar de su hija en la casa y en su corazón. Reproducía todos los actos que había visto realizar a su pequeña Hanako. Sin saber bien por qué, la farsa le producía consuelo.
            El marido veía repetida la misma escena todas las tardes cuando volvía de trabajar: Sakura arrodillada delante del improvisado altar en el que había colocado la urna con las cenizas de Hanako, su retrato, la muñeca y un jarrón con flores renovadas diariamente.
            Pero un día  Kado  encontró a su mujer pálida, desencajada, con el asombro instalado en las pupilas. Se mantenía de rodillas, doblado el dorso y balanceándose con un vaivén obsesivo de arriba abajo. Le miró sin verle. Ninguna explicación coherente pudo Kado obtener de su mujer. Permanecía en un hermetismo que, con el tiempo, se convertiría en enfermizo.
            Solo ella sabía lo que estaba ocurriendo.
            Todo empezó el día en que vio cómo el pelo de la muñeca había crecido. Pensó que era el dolor el que le hacía ver cosas extrañas. Como era su costumbre habitual, al  atardecer Sakura  cogió la muñeca, le bañó, peinó y le puso el pijama para ir a dormir. Al día siguiente comprobó que el pelo había seguido creciendo durante la noche. Esta vez se asustó. No solo el cabello de la muñeca llegaba ya hasta su cintura, sino que, comprobó con estupor, que era natural y además… ¡del mismo color y textura que el de su hija!
            Nada dijo de su descubrimiento. Sabía que su marido no veía con buenos ojos su complicidad con la muñeca y, tal vez, intentara apartarla de ella. Ya le había reprochado alguna vez su excesiva atención. No, no diría nada. Viviría el caprichoso milagro como algo perteneciente a su más profunda intimidad.
             El verano llegó húmedo y caluroso.  Era una buena disculpa para dejar el cabello corto al máximo; esperaba que dejando el cráneo pelado desaparecería el desatino. Pero el pelo seguía creciendo. Sakura lo cortaba una y otra vez… pero crecía y crecía. A partir del momento en que creyó estar segura de que se trataba del cabello de su hija, lo fue guardando en la valiosa caja de jade que había pertenecido a sus antepasados, junto a objetos y recuerdos de valor sentimental de tres generaciones.
            Así pasó el verano y también el otoño. En ese tiempo una idea había ido creciendo en su interior y comenzaba a devorarla. Su mente empezaba a presentar síntomas de trastornos. No quería separarse ni un momento de aquel fetiche. Ya no se planteaba siquiera que fuera un ser inanimado.
            Las clases comenzarían pronto. En aquella vorágine de pensamientos dislocados llegó incluso a confeccionar un uniforme de colegiala idéntico al de su hija y hasta respetaba los horarios de la escuela.  Por la mañana le vestía el uniforme, se despedía de ella, le instalaba en el pupitre del dormitorio y no le volvía a ver hasta la tarde, en que entraba en la habitación para cambiarle de ropa y seguir el ritual del aseo.
            El duro invierno mantuvo a Sakura más tiempo en casa, lo que hizo que se   dejara envolver cada vez más en su obsesión. Y un día llegó en que  la muñeca movió los ojos y los clavó en la madre. A partir de ese momento Sakura sentía cómo esos ojos de ágata oscura  le seguían a todas partes. Era una mirada exenta de cariño, inquisitiva, que parecía pedir explicaciones. Cuando vio lágrimas de rencor en esos ojos escrutadores supo que había caído bajo su dominio irremediablemente.
            Una noche oyó pasos, la madera crujía. Su marido dormía a su lado. Entonces, ¿Quién andaba por la casa a esas horas? Se levantó sobresaltada. La luna se filtraba por el ventanal del corredor formando sombras caprichosas. Entre tinieblas, la puerta del dormitorio de Hanako se abrió y en el umbral quedó recortada la silueta de su tirana. ¿Cuando y cómo había aprendido a andar? Aquella boquita entreabierta con una media sonrisa rígida se había convertido en una mueca de sarcasmo. Sakura dejó escapar un grito y corrió a refugiarse al lado de su marido. Los pasos se hicieron cada vez más tenues hasta desaparecer, pero la imagen irreal se mantuvo incólume en su mente.
            El monstruo progresaba; se iba adueñando de la casa, de las costumbres y, poco a poco, de la buena armonía del matrimonio. Sakura era consciente del deterioro. ¿Estaba sustituyendo a su pequeña por aquella muñeca que le había pertenecido? Quizá, simplemente, a base de rastrear en su dolor, había encontrado en aquel amuleto un sustitutivo para su pena, llevada de una gratitud enfermiza. Sin creer totalmente en la reencarnación, supuso que, el solo pensamiento de que su hija pudiera haberse introducido en el cuerpo de aquella muñeca, le aportaría cierta estabilidad emocional, sin darse cuenta de que tal hecho era aprovechado por la intrusa para imponer su dominio. Hasta tal punto que no había acción o iniciativa por parte de Sakura que antes no hubiera contado con la aprobación implícita de los ojos de aquel ser maléfico.
            Coincidió con el frio invierno, cuando se  refugian las gentes al abrigo del hogar y los espíritus se mueven por lugares inhabitados con más osadía. Una noche Sakura vio a través de la ventana de la habitación de su hija una figura sin pies, con amplios ropajes blancos y  las cuencas de los ojos vacías;  sobrevoló hasta encaramarse al alfeizar y acercó su deformado rostro a los cristales. La escena se repitió, siempre de noche, pero en lugares distintos: entre las sombras de la pérgola exterior, en los tejados de las casas cercanas, en la revuelta del camino del santuario…
             Una llamada a la puerta en una terrible noche de ventisca  hizo acudir a Sakura para ver quien era el visitante. Al abrir, la figura sin pies se arrastró a ras del suelo y fue a desaparecer entre los sauces del jardín. ¿Por qué llamaba a la puerta para luego desaparecer? ¿Venía a buscar algo que le pertenecía? ¿Era una llamada de atención sobre algo que ella no alcanzaba a comprender?     
            A la noche siguiente, cuando Sakura fue a despedirse de la muñeca, el tatami estaba vacio. Buscó por toda la casa sin resultado. Finalmente, del fondo de un armario llegaba lo que parecían gemidos seguidos de  una risa sarcástica. Con el miedo dentro de los huesos aplicó el oido y el ojo a la cerradura. Lo que vislumbró fue tan espeluznante que quedó petrificada: el fantasma intentaba abrazar a la muñeca y esta se defendía a dentelladas. En la oscuridad, unos ojos centelleantes iluminaban las dos formas. El armario se abrió repentinamente y la muñeca salió despavorida, con un objeto punzante en su pequeña mano, abriendo una gran bocaza y  profiriendo aullidos.  Llevaba dentro el odio de los homicidas. Sakura corrió, corrió… Aquel ser monstruoso le perseguía amenazándole con el arma. Definitivamente, se había convertido en su enemiga. En la alocada persecución fue a estrellarse contra la cristalera del jardín. La frente de porcelana se cuarteó en pedazos y el ventanal reprodujo un rostro desfigurado, abominable. Sakura intentó recomponerla a base de pegamento y paciencia, pero aquellas grietas no hicieron más que acrecentar la expresión de aborrecimiento. El juguete que había conseguido convertirse en torturador se negaba a volver a ser lo que era: un objeto de entretenimiento para la infancia. Ahora reivindicaba el lugar que había ocupado Hanako en la casa y en el corazón de sus padres. Y lo hacía empleando  métodos de terror.
             Cuando Sakura  decidió hablar con su marido sobre la aterradora situación que estaba viviendo comprobó que Kado no era ajeno a tales sucesos. Había oido hablar a sus padres y a sus abuelos de esa clase de seres fantasmales. Más valía no molestarles, siempre buscaban algo y era difícil adivinar el qué. Convinieron en observar con más atención si el fenómeno se repetía.
             En cambio,  decidió intervenir en cuanto a la presencia de aquella muñeca en su casa. Aun sin conocer el pormenor de los detalles, sabía del influjo malsano que ejercía sobre su mujer. Tuvieron una fuerte discusión y al fin se impusieron las razonables protestas de Kado.
            –Nuestra hija ha muerto. No consigues nada reviviendo el dolor en ese simple juguete que ha distorsionado tu espíritu. Has caído bajo un hechizo extraño y peligroso. Ejercita sobre ti una influencia perversa. Debemos eliminarla
            –¡No! Mi hija, mi pequeña Hanako. Los dioses me la han devuelto…
            –¡Calla, calla, Sakura, no te mortifiques! Hay que buscar una salida a todo este horror… Sé cual es tu dolor, pero estás traspasando los límites de la cordura y de la inteligencia. Comprendo que la pérdida de nuestra hija te haya podido trastornar al principio, pero ahora, con tu conducta, estás impidiendo que pueda dormir con serenidad el sueño eterno. Hace un tiempo que empezó a removerse en la urna y ayer han aparecido volcadas sus cenizas sin causa aparente. Las he devuelto al lugar que ocupaban, pero el fenómeno puede volver a repetirse. Has contrariado a los dioses y a los muertos. Tienes que aprender a respetar su recuerdo, solamente su recuerdo. Nunca debiste arrancar la muñeca de las manos de tu hija.
            Solemnemente cogió la muñeca del pequeño altar y la prendió fuego en un recipiente de metal con forma de campana.  La enemiga agitaba las manos, los pies, revolviéndose  con furia. A cada golpe, una campanada hueca anunciaba que la agresora estaba siendo castigada. El fuego cumplió su cometido cuando ya el sol declinaba entre las montañas situadas al oeste, aquellas que resguardaban la casa de los vientos invernales.
            En la noche, cuando  las cenizas eran solo un encaje frío, un resplandor blanco con forma de figura deshumanizada avanzó sin pies y envolvió con sus vaporosos ropajes la campana que contenía las pavesas. Los atormentados padres vieron cómo la tapa de la urna se abría y una lluvia de escoria era volcada en su interior. Se abrazaron sobrecogidos.
            Una observación minuciosa había convencido a  Sakura y a Kado de que, debajo de la hopalanda blanca, se adivinaba el borde de un kimono naranja con flores rosadas.

UN PISO EN ALQUILER


            El paraguas describió medio círculo en el aire cuando Chelo lo rescató del fondo del armario. Cogió la gabardina al vuelo y salió con prisas. Su sobrina le esperaba en el portal de un edificio señorial en pleno barrio de Retiro. El cartel en un balcón del primer piso anunciaba:  SE ALQUILA.  
            El portero se presta a contestar algunas preguntas.
            –Si señora, el dueño ha muerto hace apenas tres meses. Ahora, su sobrino, único heredero, ha decidido alquilarlo. Eso no es lo que quería el señor. Él no quería extraños en su casa, pero… ya sabe.
            –¿Se alquila vacío?
            –Si, tienen muebles de mucho valor. ¿Cómo le diría yo? Pues como de tienda de antigüedades, para que me entiendan…  Se los llevan, eso seguro. Pueden subir ahora, está el sobrino del señor.
            Las dos mujeres son recibidas por el sobrino del difunto: un hombre delgado, de gran estatura y bigotito recortado. Unos ojos extraviados las miran a oleadas.
            Les anticipa que consta de un amplio vestíbulo, del que parten las piezas principales: el despacho, la biblioteca, salón y comedor. Un corredor al fondo y a ambos lados los dormitorios con baños privados. Dando a un patio interior está la cocina y la zona de servicio.
             Chelo hace una mueca de desagrado y advierte a su sobrina del olor tan rancio que produce una mala ventilación. En voz baja da su veredicto: “Huele a panteón”.
             Desde el vestíbulo, una puerta da acceso al despacho del difunto.  Comienza la visita. Salas con techos altísimos,  puertas que chirrían, ventanas que no encajan y  esa falta de luz…El recorrido se les hace interminable.
            Un reloj de pared da siete campanadas huecas que retumban contundentes, como siete sentencias. Sienten frío. Es un noviembre lluvioso.
            Se paran simulando contemplar el retrato de una dama. Aprovechan para intercambiar miradas y palabras.  
–No, no es esto lo que busco–   comenta la sobrina con disimulo.
 –Quita, quita. Traes aquí a tus preciosos niños y les crecen los colmillos. Esta casa es inhabitable. Vamos a echar un vistazo, por curiosidad. Ya que estamos…
            Al llegar a la biblioteca, Chelo fija su atención en unos libros que hay encima de una mesa escritorio.  El primero a la vista es “  Frankestein ”  de Mary Shelley. Lo coge con aire curioso.
            –¡Qué casualidad¡–  dice. Es el mismo libro que estoy  leyendo y, además,  la misma edición valenciana de finales del siglo XIX…
            –Si tú lo dices, que eres la experta en literatura – contesta su sobrina.
            –Chiss, baja la voz. Y además… mira… el marcador… Yo también dejé anoche la lectura en la página 70…
            –Anda, tía, tú y tus brujerías. Mira que te gustan los pálpitos  y las premoniciones.
            –Adela, Adela,… el de abajo… el de abajo… Nuestra Señora de Paris… Es el último que acabo de leer… que sí, que sí… ¡no me mires así¡  Esta casa necesita un repaso. Quiero decir que hay fuerzas extrañas que he estado notando desde que entramos. Seguro que tú ni te has dado cuenta, ¿verdad? Oye, vámonos de aquí. Anda, despídete del sobrino. Al fin y al cabo eres tú la que quieres alquilar. Mírale, allí quieto, parece una estatua candelabro.
            –Yo también estoy un poco agobiada.  Esto es como un museo con polvo de siglos… Y este tío,  glorificando todo…  con los ojos en blanco, como en trance. ¡Si supiera que estamos deseando marcharnos!
            Cuando salen a la calle todavía están sobrecogidas por aquel ambiente sombrío y cargado. Necesitan respirar aire más saludable. Deciden entrar en una cafetería. Al instante, Chelo se da cuenta de que ha dejado olvidado el paraguas en el vestíbulo de aquella casa. Se dirige a su sobrina:
            –Maldita la gracia que me hace, pero tengo que volver. Espérame aquí, no tardo nada.
             Es una vieja criada la que esta vez abre la puerta. Hace pasar a Chelo y va en busca del paraguas. Ella lo había dejado apoyado en un mueble del vestíbulo, pero allí ya no está.
            Ve cómo la criada desaparece con parsimonia por el largo pasillo hacia el interior de la casa. Unas palabras susurradas como una letanía llegan desde aquella dirección. Afina el oído. La biblioteca tiene otra puerta que comunica con el corredor del fondo. De allí provienen las voces apagadas.
            –¿Cuándo vienen los próximos?–  es la frase apenas audible.
            –Dentro de dos días. Eso dijo su sobrino. Ella está viuda desde hace ocho años…
            Llena de curiosidad, Chelo asoma la cabeza por la puerta entreabierta de la biblioteca que da al vestíbulo. Se adentra unos pasos. Con asombro, comprueba que los libros han desaparecido de encima de la mesa. Su lugar lo ocupa ahora una fotografía de boda. Tiene que taparse la boca para no lanzar un grito.
             Sale al vestíbulo aturdida, murmurando: ¡la viuda, la viuda es la próxima visitante del piso! Y se encontrará con esa fotografía rancia… ¡qué espeluznante¡
            Se escuchan pasos por el corredor. Suenan como sacos de arena arrastrados por el suelo de madera.  A los pocos instantes aparece la vieja criada de cara cenicienta. Trae su paraguas entre las manos de venas abultadas, como ríos con afluentes.
            Ya tiene el paraguas, ya pasó todo. Sale a la calle y aspira profundamente.  “¡Hasta el aire parecía estar húmedo en aquella casa!”
             De vuelta a la cafetería, Chelo cuenta atropelladamente a su sobrina el incidente de la fotografía. Increíble.  A menos que lo que pretendan sea justamente…
            –Sí que es raro. Gente extravagante. La casa parece el tren de la bruja, sólo faltan los raíles. Y no hablemos del sobrino: ese no tiene un pase. Con el pantalón de montar a caballo y las zapatillas con escudo… ¡vaya figurín!
            –No te desanimes. No es tan fácil encontrar un piso en alquiler.
            Un té rápido y unas palabras de despedida. Quiere llegar a casa pronto.
            Deja la gabardina y el paraguas encima de una butaca y lo primero que hace es comprobar que sus libros están en la librería, en el mismo lugar y en el mismo orden en que ella los dejó. Respira aliviada: todo ha sido una coincidencia… o una alucinación. Coge el libro de Mary Shelley. Lo mira, lo abraza, desliza su mano por la portada casi con arrobo. Ya ocupa de nuevo su lugar en la estantería. Pero algo llama su atención: una nota, apenas perceptible, sobresale en la página número 70. Escrito con letra irregular e insegura se podía leer: 
                           “Nunca fue mi intención interrumpir su lectura”
    
Finalista Premio “La maleta del Tio Paco” 2010               

MONÓLOGO DEL TRANSEÚNTE



            Cibeles, esto es Cibeles y yo tengo que ir a la Cava Baja. Bien, iré dando un paseo,
 tengo tiempo. Puedo ir por la Carrera de San Jerónimo hasta Sol y de allí…vale. Pero,  digo yo ¿cómo no habrán inventado algo efectivo de verdad para hacer crecer el pelo? Un mostacho de mariscal y ni un pelo en plena calva. Claro que la Luisita bien que me atusa el bigote en la fotocopiadora, la muy corsaria.
            Un hombre con dudas. No sé dónde lo he oído, pero a mí me suena bien: un hombre lleno de dudas y contradicciones. Por ejemplo: ¿quién me iba a mí a decir que yo iba a salir a la calle hoy con este chaleco que parezco un camarero del Ritz, cuando pensaba ponerme deportivo y juvenil?  Pero una de cal y otra de arena. Es más fácil que no sospeche si la tengo contenta. Pienso en mi  Araceli, mi santa, que la gusta verme como un pincel. Por Dios, que no sospeche nada porque, además, a las malas, la casa y el chalet son de ella, herencia familiar. Quita, quita…
            Ahora que me acuerdo, la Puerta del Sol está en obras. Mejor cojo Atocha y salgo a Benavente. No, déjate, que ese es el barrio de mis cuñadas. No vaya a ser que el diablo enrede y me dé de narices con alguna de las tres. Podía haber cogido el metro y santas pascuas. Bueno, compro los pastelitos del callejón de El  Pozo, que la pirrian, y me desvío por Echegaray.
            Ya sé que no soy un Adonis pero a la jamona de la Luisita la tengo abobada. Las mujeres son todas iguales. Al principio venga de hacer remilgos,  pero cuando dan con un cachondo que les dice lo que quieren oir…¡Esa es la gracia de llegar en el momento¡  Mira esa que pasa ¿Adónde irá tan embutida?  Luego dicen… Me recuerda a la Pruden, pero no, ésta produce menos turbulencias al andar. La Pruden es que tenía su punto, la verdad. ¿O esa era la  Marifé…?
            Casi doy la vuelta por Ave Maria y salgo a Embajadores. Necesito andar para ver si pierdo peso. ¡Vaya barriga¡  No sé para qué me miro en los escaparates.  ¿Será verdad que la Luisita tonteaba con el jefe?  Me lo insinuó González, pero es que ese anda cazando moscas todo el santo día. El clásico pelota que da jabón hasta a los santos de las iglesias, por si algo cae.
            Aparte de la barriga, se me está poniendo chepa… A ver… así, de perfil. Lo que te digo, chepa incipiente. Me meto por lo callejones, que no hay escaparates y dejo de flagelarme.
            La verdad es que la Luisita es medio lela.  ¡Pues no dice que podía haberse casado con un pariente del rey que conoció en el hipódromo… ¡
            Se me está poniendo el dolorcito de anoche, estoy un poco mosca. Es en los riñones,  pero me baja por las ingles ¡Tienes que cuidarte Pepe, que tú eres muy hombre, pero tienes tus castañitas pilongas¡  Y a la Luisita como no la dé candela en condiciones se me pone hecha una pantera. Y broma o no broma ya me ha llamado dos veces “mi despojito”, que tampoco veo yo que tenga tanta gracia.
            A ver si de verdad está sola y no como la última vez que tenía dos vecinas tomando café y no se despegaban ni con agua caliente. Yo, más corrido que una mona sin saber qué hacer y ella sacando temas nuevos de conversación. Anda que si no fuera por el moje, la iba yo a aguantar…
            Casi que podía haber dado la vuelta por la Calle Toledo y salía a la Cava en un periquete. Ya sé de qué tengo esta barriga… ¡ de tantos pasteles¡ Nos estamos poniendo los dos cebollones. Pero esto es así. A esta la he acostumbrado a llegar con dulces y a ver ahora cómo cambio el paso. La tengo que come en mi mano y besa por donde yo paso, pero hay que contar con estos perendengues de mujeres y complacerlas en tonterías.
A mí, en realidad,  esto de los ligues de oficina me parece un coñazo, siempre se acaba hablando del trabajo. Pero es tan cómodo… Primero te las trajinas con mensajitos de ordenador, que es mano de santo. Rematas con un par de cafés… y al bote¡
            ¡Cada vez hacen las lunas de los escaparates más grandes¡ Ya podía haber salido yo a la familia de mi madre, que son todos unos tiarrones, con una estatura y unas espaldas de descargador que parecen recién salidos de un anuncio de calzoncillos. Pero no, soy de los paticortos, como todos en la familia de mi padre. Ahora, ¡más estiraos que el tricornio de un guardia civil¡ Por eso me choca a mi lo de mi chepa. Claro que lo importante es la labia y ahí si que noto yo que tengo tardes de gloria con las nenas.

            ¡Joder¡ ¡qué pinchazos¡ Me doblan por la mitad, no llego, es que no llego.  Si, ahí está el portal, pero es que no llego. Un banco, a ver si me siento un rato y se me pasa. ¡Qué malo me estoy poniendo¡ Y este sudor… es que no me gusta un pelo. Y ahora el móvil con mensajitos: “lo siento pichoncito hoy no puedo verte asunto urgente familia un beso tu Luisita mañana te veo.  Pues hija,  casi siento alivio, porque no estoy yo para números de circo. Que hay veces que me pegan unos calambrazos en las piernas que me quedo paralítico. Si, mona, paralítico, aunque tú te empeñes en decirme que soy pura fibra. Tieso como mojama,  si lo sabré yo.
            Parece que se me pasa. Me quedaré otro rato.  Sentadito estoy mejor. Un taxi. Yo voy a necesitar un taxi. A ver si llego a casa y me acuesto.
            Pero ese que entra, ¿no es González? Pues claro que es el gilipollas de González y con un paquetito de la pastelería de El  Pozo… Pero bueno ,si dicen que está liao a machete con la Tere. ¿De donde saca el tiempo este simplón? Conque también pastelitos ¿eh? Ahora caigo por qué toda la oficina la llama la Dulcinea…
 ¡Otro pinchazo¡ ¡Y otro¡ ¡Que me mareo¡ ¡Qué malo es esto¡¡Taxi, taxi¡ ¡Vaya papelón¡ Menos mal que a mi Araceli también  le encantan los pasteles.
             

Publicado en VIII Concurso de Cuentos  José María Rubio   

VIAJE A FLORENCIA



            No era el típico turista despistado que brujulea al socaire de lo que ofrecen las agencias de viaje. Podía suponérsele una falta de información, es cierto, pero yo advertí en cada uno de sus movimientos y expresiones un halo de algo parecido al misterio que me llevó a prestarle especial atención.
            Eso fue algo más tarde porque, al principio, simplemente me limité a ayudarle en lo que se suponía un desconocimiento de la ciudad.
            Yo había llegado a Florencia el día anterior, tiempo suficiente para estar centrado en lo que quería hacer y en los puntos de interés que deseaba visitar.
            Salí temprano de casa, quería aprovechar el día. Con un plano de la ciudad en la mano, me encontraba a la altura del mercadillo que antes había sido lonja del trigo, cuando escuché a mi espalda  una sonora voz que me asaltaba para preguntarme por la Galería de los Uffici. Casualmente nos dirigíamos al mismo lugar, por lo que me ofrecí a brindarle mi compañía.
            Era un hombre joven, de cuerpo bien formado, ondulada melena, rasgos suaves y mirada melancólica. En el trayecto tuvimos tiempo de intercambiar algunos datos personales. Venía de Budapest. Su familia era de ascendencia florentina y visitaba por primera vez la ciudad. Había llegado la noche anterior en un tren procedente de Umbria donde había seguido cursos de literatura italiana medieval. Era escritor y se llamaba Laszlo. Se proponía tomar notas y obtener información con el fin de escribir un libro de viajes sobre Italia.
            Le puse en antecedentes de mis planes inmediatos. Permanecería una semana en Florencia y luego tenía pensado hacer un recorrido por Toscana y el Lacio, para acabar en Roma donde trabajaría en colaboraciones con una editorial durante seis meses. Soy profesor de italiano. Quizá esto hizo que sintiera una primera aproximación hacia aquel hombre: los dos jugábamos con las palabras, eran nuestra materia prima.
            En el trayecto le comenté las ventajas de los billetes on line; con la hora asignada el tiempo se aprovechaba mucho mejor. Estuvo de acuerdo. El también  había obtenido el billete a través de Internet. Eso quería decir que no solo llevábamos el mismo camino sino que utilizaríamos la misma puerta de entrada y control.
            Un poco antes de llegar dudó sobre la posibilidad de que hubiera servicio de consigna en el museo.  Llevaba a la espalda una pesada mochila de viaje. Según me dijo, se había encontrado con la desagradable sorpresa de que no tenían habitaciones disponibles en el hotel que había contratado. Provisionalmente le habían acomodado en la habitación de otro hotel de la misma cadena con la promesa de que al día siguiente le asignarían la que realmente tenía reservada. El único inconveniente es que no podía ocuparla hasta las doce del mediodía. Ese era el motivo por el que andaba cargado con la mochila. 
            Nos despedimos en la entrada. Yo comencé la visita sin separarme de mi libro de viajes y él se quedó depositando su equipaje en consigna, que resultó ser obligatorio por razones de seguridad.


            Los hoteles en el centro de Florencia tenían un precio excesivo para mi presupuesto por lo que me había decidido a alquilar un pequeño apartamento en la Calle Güelfa, a unos metros del Mercado Central y muy cerca del casco histórico.
            Todos los trámites los había hecho por Internet. Hablé varias veces con quien yo  suponía dueño del apartamento. Se llamaba Stefano. Cuando llegué a la dirección indicada él ya me esperaba en la puerta. Antes de cruzar, desde la acera de enfrente, pude comprobar que se trataba de un palacio antiguo de tres plantas,  con grandes bloques de sillería en la parte baja de la fachada y ventanas con rejas de hierro forjado. Una pesada puerta de madera daba acceso al portal.
Aquel hombre me saludó con la sabida espontaneidad italiana y nos adentramos en la penumbra de un amplio portal. A solo unos pasos, a la derecha, otra puerta, también de madera maciza, con forma de arco, daba acceso al apartamento que yo había de ocupar. En la parte central una escalera con pasamanos de piedra tallada se perdía formando un círculo hacia los pisos superiores.
            Ante mi cara de fascinación por el edificio, Stefano me explicó los pormenores de lo que había de ser mi alojamiento.
            –Este palacio pertenece a una de las grandes familias de Florencia.  En la actualidad, todo el primer piso lo ocupa el único descendiente directo, un hombre maduro, con el que más vale llevarse bien.
            –Entonces, ¿los demás pisos están vacíos?
            –Si, ahora quiere dividir el edificio en viviendas individuales y venderlas a particulares… ya sabe. Es muy caro el mantenimiento de estos edificios antiguos
              Por este motivo el edificio estaba en obras. La única vivienda acondicionada  era la que yo había  alquilado.
            –Este apartamento era el alojamiento del cuerpo de guardia del palacio en tiempos muy, muy antiguos.
            . . . . . .
            –Lo hemos ocupado como porteros mi mujer y yo. Nos hemos mudado a un barrio más moderno. Conseguimos del señor que nos lo cediera a condición de que sigamos desempeñando las tareas de limpieza del portal y las escaleras… y también la reparación de los pequeños desperfectos, que nunca faltan en una casa tan antigua.
            –Ya entiendo.
            –Ha accedido a que podamos alquilarlo, sin que esto represente ningún derecho legal sobre el piso, naturalmente.
            –Parece razonable. Está situado estratégicamente. No creo que les falten clientes.
            –No, tiene razón. Y, además, procuramos que los viajeros se encuentren cómodos.
            Todo esto amenizó la conversación durante los primeros minutos aunque, por los restos de material de construcción que vi apilados en el fondo del portal,  pensé que aquel hombre me estaba advirtiendo de posibles molestias por las obras que se estaban realizando.
            Stefano abrió la puerta del apartamento y observé, sorprendido, el juego de cerrojos y bisagras de la parte interior: parecía un laberinto de protección de los utilizados en los cerramientos de cofres antiguos.
            Comprobé que todo estaba limpio y en orden: los electrodomésticos, el baño, el agua caliente, los utensilios de cocina. Me entregó las llaves del portal y del apartamento. Yo las dejaría encima de la pequeña mesa del comedor cuando abandonara la casa. Pagué la parte de alquiler que quedaba pendiente después de hacer la transferencia de la reserva y nos despedimos. Ese fue mi único contacto con Stefano.
            Me instalé en la habitación principal. La razón es que daba a un patio interior y supuse que no habría ruidos durante la noche. La más pequeña tenía una gran ventana a la calle, con contraventanas de madera similares a la puerta de entrada, a pesar de lo cual se oían las rodadas de los coches y las voces de los transeúntes.
            La decoración y el ambiente pretendían ser “florentinos”. Un cuadro con dos angelitos en la cabecera de la cama y, cayendo desde el techo, unas colgaduras doradas de gasa recogidas a los lados con unas aparatosas borlas de seda.
            La colcha y los almohadones eran de un adamascado granate, digno del jubón de un noble. Completaba la decoración un armario de unas dimensiones desproporcionadas lleno de mantas y edredones y un sillón de respaldo alto que parecía  sacado del inventario de un obispo. Una mirada más detallada me hizo fijar la atención en la pared que ocupaba la ventana. Formando un triángulo, bordeado de una cenefa a modo de marco, se había conservado una parte de pintura al fresco. Me acerqué para mejor apreciarlo y quise adivinar un rostro desdibujado por el tiempo. Calculé que habría sido descubierto al hacer las obras de acondicionamiento y quisieron conservarlo como vestigio de antigüedad.
            Me acosté temprano. Había sido un día duro: primero el viaje y luego la caminata de toma de contacto con la ciudad.  Para el día siguiente tenía un programa apretado.

            Al llegar a la sala segunda del museo, la que contiene los tres magníficos altares góticos, volví a encontrarme con el viajero húngaro. Coincidimos en las apreciaciones y acordamos continuar la visita juntos. Me pareció que se movía con una excesiva seguridad, teniendo en cuenta que era la primera vez que veía el museo y no llevaba ningún tipo de folleto o guía; sospeché que, previamente al viaje,  se  podía haber hecho con información detallada.
            Llegamos a la sala en la que se exhibían cuadros del quattrocento florentino. Después de admirar aquellos lienzos magníficos de Botticelli, Lippi, Verrocchio, noté que Laszlo fijaba excesivamente su atención en uno de Ghirlandaio titulado “Madonna entronizada con santos” (1484). Es más, diría que su expresión era la de alguien que ha encontrado lo que busca. Temple sobre tabla. Una composición armónica y de un colorido asombroso. La Madonna con el Niño en brazos, dos santos o doctores de la Iglesia arrodillados ante ella en un primer plano y dos figuras alegóricas jóvenes,  un hombre y una mujer, uno a cada lado, formaban la principal escena. Al fondo aparecían personajes secundarios. Realmente merecía una parada especial.
            Pero no era la composición completa lo que paralizaba a mi compañero de viaje. Sus ojos estaban clavados en el caballero joven que vestía calzas rojas, armadura de medio cuerpo y empuñaba una espada en la mano derecha dirigida hacia el suelo; ocupaba el lado izquierdo de la escena. La curiosidad hizo que yo también fijara mi vista en aquel joven ¿Sería algún personaje histórico?  Era sabido que las personas influyentes de Florencia, en un alarde de protagonismo y poder, gustaban de aparecer formando parte de cuadros alegóricos o religiosos. Ghirlandaio, por su parte,   utilizaba esta usurpación para dar realce y prestigio a sus propias obras.  
            Mientras Laszlo miraba ensimismado la figura del joven, permanecí a su lado esperando una explicación, aunque solo fuera por el hecho de que había sido su acompañante durante  todo el itinerario.
Me miró con ansiedad y me hizo una pregunta en apariencia insignificante
-¿Has oído hablar de güelfos y gibelinos?
–Si, claro. No puedo extenderme, pero sé que eran dos familias de Florencia  enfrentadas. No me digas que has visto alguno…
–No tiene nada de particular. Esas estirpes poderosas siempre dejan vestigios, rastros, memoria.  Solo hace falta saber o poder reconocerlos.
–Te estás refiriendo al joven del cuadro ¿no es cierto?
–Exactamente, es un miembro de los Tornabuoni, una familia güelfa de ricos comerciantes.
–¿Güelfa has dicho?  Precisamente así se llama la calle donde yo estoy alojado, en el centro antiguo de la ciudad. Pero, estás hablando de hace siglos…
–No por eso deja de ser un Tornabuoni –dijo con una sonrisa indefinida.
–Sí, en esta ciudad surge un pedazo de historia de cada rincón. Por eso tiene este hechizo tan especial.
–Está bien definido: historia y hechizo. De acuerdo.

Acabada la visita a los Uffici y de común acuerdo,  trazamos una circuito lógico para seguir un orden en nuestra ruta. Cruzamos el Ponte Vecchio entre la algarabía de tiendas, turistas y la magnífica vista del Arno. Queríamos llegar a ver con todo el esplendor de la luz del mediodía la Basílica de Santa María Novella.
Más tarde recordaría que el itinerario lo forzó Laszlo. Mostraba un interés especial por visitar esa iglesia. No tuve inconveniente en ceder a su deseo.
El paseo reunía todos los alicientes para sentirse afortunado de recorrer la ciudad. El ambiente soleado, placentero, el rumor de la gente, el olor de los pequeños mercados, los monumentos… los vestigios de un pasado único en la historia de la humanidad, me hacía revivir escenas leídas y reproducidas en libros de arte de aquella Florencia del Renacimiento que asombró al mundo por su pujanza financiera y artística.

Llegamos a la explanada de Santa María Novella con el alma dispuesta a absorber todo lo que sabíamos que podía proporcionarnos. Yo me llevaba aprendida la lección para así poder apreciar más los tesoros cuando los tuviera delante. Estaba deseoso por ver los frescos de los grandes maestros. Cuando miré a mi compañero de viaje vi en su rostro la misma expectación.
Su reacción, cuando se vio dentro de la iglesia, fue parecida a la que tuvo en la Galeria de los Uffici. Avanzó directo hacia una de las capillas y, cuando me coloqué a su lado para observar lo que parecía su descubrimiento, me encontré con el individuo hermético, absorto, deslumbrado que ya conocía.
Allí estaban también los mismos personajes, los mismos elementos. Se trataba de la capilla que mandó construir Giovanni Tornabuoni, comerciante, banquero, mecenas de las artes y aliado de los Medicci. El sublime Ghindarlaio se encargó de magnificarla con sus incomparables frescos. El mismo Giovanni pasó a la posteridad como parte de una de las escenas religiosas.
Como ocurriera en el museo de los Uffici, no era tampoco la capilla la que retenía su interés. Era un fresco en concreto. Observé el cuadro siguiendo las indicaciones de mi libro de viaje y comprobé que se llamaba “La anunciación del ángel a Zacarías”, pintado entre 1485-1490. Era un cuadro elegante y trabajado hasta la perfección. Y dentro del fresco, su mirada había quedado monopolizada por un grupo de caballeros situados a la izquierda, formando una escena por sí mismos. Ante la insistencia del húngaro por quedarse con el más mínimo de los detalles de aquellos hombres de alta dignidad, decidí seguir mi visita por separado.
Al cabo de la medía hora, estando yo paseando por una nave lateral, después de haber recorrido las demás capillas, el altar mayor, los detalles interiores y hasta el tipo de turistas interesados en aquellos magníficos frescos, apareció mi acompañante preso de un nerviosismo y un temblor, a todas luces injustificados. Nunca vi que la belleza pudiera llevar a estados de enajenación tan manifiestos. 
Tampoco esta vez estaba dispuesto a prestarme al juego. Empezaba a tener sospechas de que, o bien adoptaba una especie de afectación que utilizaba en momentos estudiados o, en el peor de los casos, ese estado tan anormal  me estaba empezando a dar pié para pensar en que algo imprevisible estaba ocultando.
Salimos al claustro. Su ansiedad pareció remitir. Ya en la calle volvió a ser el ameno compañero de viaje de la mañana. Seguía cargando su pesada mochila y le ofrecí recalar en mi apartamento que se encontraba a corta distancia. Accedió gustoso.
Una vez hubimos llegado y, pensando más detenidamente en la situación de aquel viajero, le insistí en que ocupara la habitación vacía, si no tenía inconveniente. Accedió a condición de pagar parte de los gastos y la solución me pareció razonable. Ya pasaría por su hotel para dar explicaciones que fueran convincentes.
Recorrió la casa con la percepción y el olfato de un felino. Se notaba, a todas luces, que buscaba algo, qué sé yo… quizá elementos para el libro que estaba escribiendo. Es cierto que el caserón-palacio llamaba la atención de cualquiera y más de alguien que visitaba por primera vez Florencia.
Más tarde comprobaría que no fue casual nuestro encuentro como me hizo creer. Para entonces ya era demasiado tarde.
Por mi parte, debo reconocer que despertó mi interés desde el primer momento  la forma elástica de sus movimientos de hombre refinado que, unido al modo displicente de pronunciar el italiano, alertaba, quizá, de una ligera incomodidad por algunos modos o expresiones  poco refinados de las gentes de aquella ciudad y cierto desprecio en las apreciaciones. Sus opiniones no tenían nada de ignorantes, por más que quisiera darles un aire de novedad o desenfado.

Dejó su mochila, única pertenencia, y salimos a cenar a una trattoria que estaba en la misma calle, a unos metros de nuestra residencia.
Fuera por el buen ánimo que yo mostraba, por el chianti o porque se había resuelto tan favorablemente su problema de alojamiento, el caso es que estuvo afable, animado, conversador, como no lo había estado en ningún momento del día.
Hablamos de nuestros proyectos. Ya le había comentado que era profesor licenciado en filología italiana, pero no que, además, era traductor múltiple de italiano y conocía algunos de sus dialectos más antiguos.
–Ah¡, pero eso es fantástico –exclamó. En mi familia todavía se habla un dialecto de Toscana.
Parecía sorprendido gratamente. Ese detalle le llevó a ensoñaciones y hasta, incluso, a tararear algunas canciones populares. Me habló de sus antecesores florentinos hasta donde él recordaba y yo, admití de buen grado, sin duda bajo los efluvios de aquel buen vino, la versión de todos sus recuerdos familiares, que aparecían mezcladas con episodios históricos y con patrañas absurdas. Fue una amena descarga sentimental. Yo, en su lugar, habría hecho lo propio.
Volvimos pasada la media noche y nos retiramos a descansar después del ajetreado día.
A las tres de la mañana oí unos golpes  que bien pudieran provenir del fondo del portal o de las escaleras. Deseché la idea de que fueran ruidos debidos a las obras que se realizaban en la casa, imposible a esas horas de la madrugada. Era sábado. Pensé que algún borracho se había introducido en el portal de alguna manera artera y se estaba dedicando a alborotar. Decidí quedarme en la cama. Pero al cabo de cinco minutos volvieron a retumbar los golpes. Esta vez me levanté. Iba descalzo y las baldosas estaban heladas. A través del pequeño ventanuco enrejado de la puerta de entrada y con la escasa luz que se filtraba por la puerta entreabierta de acceso al portal, vi una sombra. Como en un susurro oí cómo alguien pronunciaba un nombre: Lorenzzino… Lorenzzino
 Me esforcé por ver de quien se trataba y qué ropaje extraño llevaba. Apagué la luz de la casa para hacer resaltar la silueta que se recortaba en el portal. Ahora podía ver con más nitidez. Aquella sombra se despojó de una capa corta y un bonete y los arrojó al suelo. Un grito se ahogó en mi garganta. ¡Era un hombre transparente!  En una fracción de segundo acudieron a mi mente las clases de anatomía del colegio; aquellos maniquíes desmontables en los que se podía ver el interior del cuerpo humano; en este caso el corazón  estaba atravesado por lo que parecía un fino estilete. Acto seguido desaparecía escaleras arriba.
Encendí una lámpara de pié, necesitaba ver que la realidad continuaba estando en aquella casa. Fui a la cocina y estaba bebiendo un poco de agua cuando, en ese justo momento, se apagó la luz para volver a encenderse a los pocos segundos. Esta operación se repitió cuatro o cinco veces por un tiempo cuya duración no sabría precisar.
Tengo que reconocer que sentí pánico. No, no estaba soñando: mis pies estaban helados y en la casa no advertí ningún cambio. ¿Quizá era una forma de atraerme hacia el exterior de la vivienda? Me volví a la cama como quien busca un refugio en una noche de ventisca. Pero, al pasar por la habitación de Laszlo tuve un nuevo sobresalto al comprobar que estaba vacía. La cama aparecía intacta, su bolsa de viaje estaba abierta y la escasa ropa estaba esparcida por la habitación. Daba la sensación de una salida apresurada.
La curiosidad, y también cierta indignación por su escapada, me llevó a querer saber qué llevaba en aquella mochila. ¿Quién era realmente? ¿Sería cierta la versión que me había dado de su vida? ¿A quien hospedaba en mi casa?
Si su propósito hubiera sido crearme desconcierto, tengo que reconocer que el éxito había sido rotundo. Me decidí a indagar en su mochila. Sus pertenencias eran escasas: un par de pantalones, alguna camisa, un neceser de aseo, una revista y…en el fondo encontré algo diferente. Era un plano antiguo de Florencia, un árbol genealógico con miniaturas y escudos bellamente decorados y…en un bolsillo interior lateral unos papeles amarillentos de siglos, escritos en un italiano casi ininteligible. Ante este hallazgo empecé a pensar que me hallaba ante algo cuya comprensión se me escapaba. No era posible que aquel húngaro viajara con aquellos documentos como si de un magazine semanal se tratase.
Los examiné con fruición. Se trataba de documentos que hoy llamaríamos notariales. Varios folios, escritos en dialecto florentino medieval con una exquisita letra gótica,  ponían a prueba mis conocimientos lingüísticos. En ellos se ordenaba de una forma explicita la prohibición de vender o deshacerse del palacio de la calle Güelfa. Jamás debería caer en manos extrañas. Las propiedades en tierras habían pasado  a manos de la Iglesia a condición de levantar monasterios para mayor gloria de Dios y la familia. Las joyas, mobiliario, objetos de valor, obras de arte, habían sido entregadas al Papado para  exhibirse en los Museos Vaticanos.
Volví a oir ruidos en el portal y nuevamente me aproximé a la puerta. Un hombre traspasaba la puerta de salida, cerrando tras de sí cautelosamente.
¿Se justificaba una pesquisa más concienzuda por mi parte o, por el contrario, debía desentenderme de un asunto que en nada me afectaba? Involucrarme más a fondo podía significar arrostrar consecuencias y hasta peligros desconocidos para mí.
Intenté pasar revista a los hechos para ver la forma de encajar lo que estaba viviendo en las últimas veinticuatro horas.
Había conocido a un hombre, con el que había convivido unas horas. La primera pregunta que me hacía era si el encuentro había sido casual o provocado, vistos los últimos acontecimientos. Reconocí haber tenido la impresión de un halo misterioso alrededor del personaje… Luego vino su  interés primero, y su abstracción  después, al contemplar los cuadros de Ghirlandaio… La habilidad para hacerme sentir en la obligación de ofrecer mi casa, después de verle todo el día transportando la voluminosa mochila… Su insistencia en que el hotel quedaba muy retirado del centro y que no tenía ningún compromiso, puesto que no habían cumplido lo acordado. Había dejado pagada la noche anterior y se sentía libre de obrar por su cuenta… La desenvoltura que había demostrado al entrar en el apartamento… Con todos estos detalles intentaba enhebrar una historia que me sacara del marasmo en que me encontraba. Quería encontrar una señal lógica;  los papeles que encontré en su bolsa de viaje tampoco ayudaban. Es más yo diría que le daban un punto más de irrealidad.
Me arrebujé en mi anorak, me calcé y estaba intentando llevar un punto de cordura a mi mente cuando me apercibí de otro fenómeno que, reconozco, me había pasado inadvertido hasta entonces. En el trozo de fresco conservado en la pared de mi habitación en el que, hasta entonces, solo acerté a vislumbrar unas manchas difusas, se dibujaba ahora, nítidamente, un rostro. Me acerqué preso de una agitación que apenas podía controlar. ¡Era Laszlo! Aparecía ataviado con ropajes color bermellón al estilo florentino de la época del Renacimiento, y a la cabeza llevaba un bonete con colgadura lateral de color verde oscuro. Un estilete con trabajos de orfebrería reposaba en una mesa junto a un mapa. Abajo se leía con claridad  Ludovico Tornabuoni 1489 ¿Qué especie de embrujo me envolvía? ¿Por qué tenía que ser yo el testigo de tan prodigioso suceso?
Solo tenía la opción de marcharme de Florencia o avisar a la Policia de que algo extraño ocurría en aquel palacio. Luego, en un acto temerario, decidí que había una tercera posibilidad: subir las escaleras, por las que había transitado aquel espectro.
Stefano me había dicho que el primer piso estaba ocupado por el dueño. Según los papeles retorcidos y carcomidos por el polvo que yo había encontrado entre los efectos personales del húngaro, el palacio debía seguir en manos de un descendiente directo. Existía una condición insalvable: no podía deshacerse del palacio. Nada más sabía del lugar donde me encontraba.
Me encontré caminando por senderos ignorados, haciendo algo tan ajeno a mis intenciones, que me costaba trabajo reconocerme. Pretendía descubrir algo que me estaba vedado y que, además, no me afectaba en particular, salvo por el hecho de que alguien había estado ocupando mi casa para no se sabía qué clase de planes.
Subí las escaleras consciente de mi injerencia en asuntos personales y quizá comprometedores.  Iba aferrado al pasamanos como una garrapata. ¿Y si el dueño del piso se tomaba mi intromisión como un ultraje? Iba a salir de dudas en un instante. La puerta estaba entreabierta. De pasada leí la placa con el nombre de Lorenzo Tornabuoni. ¿Sería una trampa? Empujé suavemente y me introduje en un amplio vestíbulo oscuro con las sombras de los muebles agigantados por la tenue luz que provenía de la parte del fondo. Avancé a tientas. No quería ser agorero pero aquella casa rezumaba olor a tumba recalentada.
Llegué a un salón revestido con toda la parafernalia de finales del siglo diecinueve. La tenue luz de una lámpara de pie iluminaba la estancia. Cortinajes de terciopelo, paredes forradas con telas de seda a juego con la tapicería, pesados muebles, retratos y cuadros de paisajes se disputaban el espacio. A la derecha se abría el hueco que daba paso una habitación. A estas alturas de mi investigación  cualquier indicio podía llevarme a algo que yo intuía de importancia. Pero también es cierto que mi estado de alerta exacerbada podía estarme confundiendo. Solo había una forma de salir de dudas.
Palpando con la mano los bordes de las paredes llegué ante una puerta cerrada. Por debajo se filtraba una rendija de luz. Giré el picaporte. Un ambiente asfixiante, húmedo, sofocante, inundaba la estancia. Sufrí la fascinación de lo abominable. Un hombre derrumbado sobre un sillón, empapado en sangre, parecía sonreirme con una mueca siniestra destilando de las comisuras de su boca. Fui consciente al segundo de lo irreparable del acto: aquel hombre estaba muerto. Me acerqué. Un fino estilete estaba clavado en su pecho hasta solo dejar al descubierto su empuñadura. Un tintero derramaba su contenido encima de una mesa escritorio y su mano derecha, apoyada con un último gesto de afectación, apretaba una pluma de ave, en un intento, quizá, de dejar algún testimonio escrito. ¿Utilizando una pluma de ave? ¿Entre qué clase de personajes me estaba moviendo?
Las pocas ocasiones que nos brinda el destino de presenciar actos inenarrables van siempre acompañadas de la posible distorsión de nuestras propias percepciones subjetivas. Nos negamos a aceptar lo inexplicable y esto nos lleva a invalidar lo más evidente. El miedo actúa con un efecto narcótico.
Salí  tan atolondrado, tan falto de reflejos, que solo pensé en huir.
Cuando llegué al apartamento cerré con llave y cerrojos. Eran las cuatro de la mañana. La noche yacía desplomada sobre Florencia y yo empezaba a recobrar el dominio sobre mí mismo, a aceptar los hechos.
Entré en mi habitación. Allí me sentía a salvo. Pero un nuevo sobresalto me esperaba. ¡La imagen del fresco se había borrado! Eso quería decir que Laszlo había vuelto. Si cuando desapareció, el fresco había cobrado vida, ahora correspondía asistir a la representación del caso contrario. Fui derecho a su habitación con la completa seguridad de que allí estaría y podría recibir una explicación satisfactoria de aquellos elementos sobrenaturales.
Momentos más tarde comprobaría que había interpretado los hechos con la avidez y la torpeza del inexperto.
No, no estaba en su habitación. Ni él ni sus pertenencias. Solo un eco mortecino reproducía mis pasos. En el centro de la cama había un sobre a mi nombre. De nuevo se apoderó de mi la inquietud. Abrí el sobre y saqué su contenido; una nota manuscrita en la misma lengua dialectal florentina que yo había visto en los papeles del testamento, me esclarecía con una letra gótica quebrada, ansiosa, escrita con pluma de ave, la implícita confesión del crimen.
“El motivo de mi viaje se debe a los vaivenes de la fortuna. Si te hubieras fijado bien en las facciones del joven del museo habrías visto que era yo mismo. Yo, heredero directo de los Tornabuoni hasta el año 1489, en que fui asesinado. Fue una traición propiciada por una facción de mi propia familia que se pasó a los gibelinos, pero que siguió ostentando el nombre y disfrutando de los bienes y privilegios de nuestra casa. Nunca pudo ser probado. Ahora, el último miembro de esa misma facción quiere despojarnos de nuestro más preciado bastión. He recibido órdenes concretas de los próceres güelfos que aparecen en el fresco de la capilla Tornabuoni. No creo que sea tan difícil de entender. El honor es intangible y,  por lo mismo, inmortal. Duraba siglos la afrenta y así habríamos seguido, transitando la eternidad, si ese hombre no se hubiese atrevido a traspasar las fronteras de lo legal. Aquí acaba la venganza y empieza la justicia.
Te pido disculpas por haberte utilizado. Necesitaba estar en el lugar de los hechos antes de que fuera demasiado tarde. Ese hombre no tiene descendencia. Todo volverá a la normalidad. Espero que en tu próxima visita a esa ciudad puedas admirar el Museo para esplendor de mi familia y la ciudad de Florencia.  Agradecido por tu hospitalidad.   Ludovico “   
Entonces comprendí que el propósito del hombre transparente era dejar ver su estilete clavado en el corazón como anticipo de lo que luego ocurriría. Un arreglo de cuentas con siglos por medio. Algo para no creer, inservible como argumento ante cualquier instancia judicial.
No fue tarea fácil la traducción de aquella carta, como tampoco lo había sido la de los documentos. Cuando hube terminado sentí una especie de satisfacción personal. Ahora veía la utilidad de mis cursos especializados, de las horas de estudio.
¿De manera que aquel hombre había desaparecido de la misma manera que surgió a mi espalda aquella misma mañana? Sí, envuelto en el enigma ¿Existía de verdad o estaba representando una parodia para sus propios fines? ¿No eran demasiados imprevistos en un día?
Me acordé de mi máquina de fotos. El había posado delante de algunos monumentos. Apresuradamente repasé una por una todas las fotografías y, sorprendentemente, comprobé que no figuraba en ninguna: había desaparecido su figura de una manera, una vez más, inexplicable. Era mi último cartucho para demostrarme a mi mismo y a los demás que yo conocía a aquel hombre, que había recorrido con el una parte de la ciudad, que había estado en mi casa… Desistí. Comprendía que había sido sobrepasado por la historia. ¿Quién iba a creerme?
A las seis de la mañana volví a escuchar ruidos y susurros en la escalera. Una vez más me paré a observar por la mirilla de la puerta. Aparentemente, unos trabajadores de la construcción, bajaban sigilosamente material de obra, tablones, baldosas, botes de pintura, sacos de cemento. Conté hasta cinco siluetas. Cerrando la comitiva me pareció reconocer a Stefano, pero había poca luz como para poder aseverarlo.
Deseché mis planes de permanencia en esa ciudad por una semana. Quería marcharme ese mismo día. Cogí mi pequeña maleta y dejé las llaves en la mesa, según lo acordado. Volví a utilizar la red para conseguir un billete de vuelta.
Faltaban cuatro horas para la salida del avión que me devolvería a Madrid.
 Un golpe de intuición  o de intriga me hizo sentir el impulso irrefrenable de volver a la iglesia de Santa María Novella; tenía la necesidad de satisfacer una última curiosidad.
¿Y si era una farsa preparada para algún fin que yo desconocía? ¿Entraba en esta categoría el juego de los roles?
Fui derecho a la capilla Tornabuoni. La iglesia estaba desierta a esa primera hora de la mañana. Solo mis pasos resonaban en aquellas losas seculares. No sabía exactamente qué buscaba, pero allí me encontraba de nuevo, frente a aquellas paredes cubiertas de pinturas al fresco que tanto me habían impresionado la primera vez. Sin saberlo, quizá buscaba los rostros de Ludovico y de Lorenzo entre las escenas religiosas esperando que fueran ellos los que me aportaran alguna luz. Me di cuenta de lo rápidamente que había caído en las redes que tienden los hechos misteriosos.
 Creo que era la ansiedad la que me hacía precipitarme. Llevado por agigantadas conjeturas, veía anomalías por todas partes… Hasta me llegó a parecer que algunas figuras habían cambiado de lugar… ¿Respondían mis presentimientos a simples saltos en el absurdo o había algún hilo de coherencia en mi conducta? Llegué a la conclusión, después de divagar más de media hora por aquel recinto callado, de que no iba a ser capaz de encontrar nada sustancioso que aliviara mi intriga.
 ”No, basta, te estás involucrando  en  una historia que ya está terminada. Has vivido una ensoñación que te ha arrastrado más allá de tus propios límites. Hay sucesos que no se pueden evaluar con datos que pertenecen a otra dimensión. Estás en el siglo XXI, déjate de elucubraciones sobre hechos pasados cuyo significado no está a tu alcance”
 Decidí abandonar la iglesia y partir hacia el aeropuerto.
 Pero, en el precipitado último intento de encontrar una explicación, di, al fin, con lo que estaba buscando. En el suelo de la parte trasera del altar, oculta a las miradas de los visitantes, había una lápida con cerramiento reciente. Un nombre aparecía en letras doradas con fechas de nacimiento y muerte. Lorenzo Tornabuoni  1954 – 2010.

Y todo esto en un solo día.

Publicado en “HIJOS DE LA PÓLVORA”      ANTOLOGÍA de Relatos Hispanoamericanos
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