domingo, 4 de noviembre de 2012

VELADA LITERARIA EN FONTANAR 2012


Fontanar, un lugar de la provincia de Jaén. Mes de julio, las estrellas titilando diciendo: ¡estamos aquí!, no queremos perdernos la Velada Literaria. Se falla el Concurso de Relatos “La Maleta del Tío Paco” con un lema: la carta manuscrita.  Hasta aquí todo sigue el curso normal de cualquier certamen. ¡Ah!, pero la magia  se adueña del pueblo por una noche. Todo se transforma. El Caño de San Antonio, un paraje que todavía permite escuchar el rumor del agua en los caños, en la acequia, va a ser escenario de una hermosa representación.






Vamos, señores, que sale el tren camino de Fontanar. ¿Cómo que no tiene usted billete? Fíjese, ahí, ahí mismo tiene la taquilla. ¡Vamos!, este no es un viaje cualquiera. Déjese llevar por la inventiva de los organizadores. Una carta puede contener tantas cosas…Un noticia dichosa, un acontecimiento luctuoso, recuerdos de otros tiempos, amores olvidados…incluso puede haber quedado perdida en el tiempo y recuperada para un Concurso literario. Todo es posible.






Y todo gracias a Rosa Nogales y Sebastián una pareja de soñadores que nos hacen participar de su fantasía y sus anhelos. ¡Enhorabuena! Fue una noche muy, muy bonita, llena de sorpresas, de palabras, de música… La ilusión flotaba en el ambiente. No me extraña que les hayan dado el Premio de Emprendedores. No todo el mundo emprende un viaje de esta envergadura.


Mi amiga Rosa Nogales


Marta acompañada de Rosa y Sebastián


El ganador

   
ALREDEDORES DE FONTANAR 




LA CHAMBA, una casa cueva decorada al más puro estilo de la dueña. Es Casa Rural. A ver quien se anima a disfrutar de ella.

Desayuno en La Chamba








Rincones con sabor.






Una  puerta  con historia







Salón con chimenea y mucho más... 



Para ver  más, entra en el blog  "Imagina un lugar"

Hecho en piedra por Rosa


domingo, 17 de junio de 2012

PREMIO BLAS DE OTERO

El día 16 de Junio se falló el PREMIO BLAS DE OTERO en el Centro Cultural del mismo nombre.
Fue una velada gratificante y bonita. Hubo literatura, música y hasta una copita para celebrar el acto y la buena organización.


JURADO CALIFICADOR



Leyendo el relato



Recibiendo el ACCESIT







                                                        EL LENGUAJE DE LA SELVA
                                  
      Un sol inclemente ha deshecho el velo de gasa gris del amanecer y, a esa hora del mediodía, la luz y el calor son abrasadores, preludio de la lluvia tropical que descargará por la tarde. Hombres manejando máquinas, pertrechados de herramientas, se han adentrado en lo más umbrío de la selva. Manipulan con celeridad, conocen su oficio. Los habitantes de aquel paraje, indígenas, animales y plantas, saben que siempre sucede algo terrible  cuando los hombres sonrosados irrumpen de improviso. Poco tardarán en comprobarlo.
    Un crujido atronador, seguido de un ruido seco de astillas, retumba en la jungla.  Calla el  motor de la sierra eléctrica. El desgarro del follaje acaba por completar el espectáculo del crimen; otra víctima ha caído a consecuencia de la ambición. La reacción es inmediata.
            Todo se agita. Surge la fascinación de la abominable. Un rumor de cuerpos en movimiento recorre el suelo; son insectos, reptiles, pequeños roedores que huyen, se esconden. En las alturas, pájaros enloquecidos baten sus alas y se desplazan entre chillidos sacudiendo el entramado de las ramas con rápidos movimientos; también se hace más audible el chapoteo en las orillas del río. El silencio que viene a continuación trae un lamento proveniente del fondo de la  Humanidad. Se sabe que esta vez la víctima ha sido el cedro centenario; el mismo que se dejaba embargar por el frescor de las aguas, los rayos perpendiculares del sol, los colores iridiscentes de las orquídeas…
             Aquel cedro amazónico, surgido de la tierra húmeda y fértil con la fuerza de un gigante, yace ahora  en un claro de la selva, sacudiendo las ramas con gesto impotente. Sólo consigue que las hojas se sobresalten.
             Fantasmagoría, existencia pálida… ¡ muerte!
             No es la primera vez que un hecho así sucede.  Avistado desde el aire el gran cedro por Don Maldito – el conocido maderero, dueño del aserradero,  los astilleros,  también de la cementera –ha obrado con rapidez, llevando subrepticiamente la máquina infernal, desconocida hasta entonces en aquellos parajes selváticos.
            Minutos antes había hablado el gran río. Bajaba  espantado, ansioso, agigantado. Venía de aguas arriba. Había visto instalarse en un espacio abierto, hacia el interior, una construcción complicada, con máquinas, vehículos de transporte, hombres uniformados… Algo terrible ocurriría.  ¿La tala selectiva? Lo había visto otras veces. Escogen ejemplares aislados, magníficos, únicos. Huyen con el  tronco y dejan abandonadas en el suelo las ramas, las hojas, las huellas del suceso.
            –Cedro, ¿lo ves?  Allá, a lo lejos
            Desde la alta copa, el cedro mira con ojos de periscopio. Solo advierte una polvareda en lontananza.
            –Gran rio, yo no puedo distinguir; no he salido nunca de este paraje. Solo he visto polvareda y muerte cuando años atrás, hombres rasgaban la piel de otros árboles para recoger sus lágrimas blancas en pequeños cubiletes. ¡De eso hace tanto tiempo…!
            –¿No ves unas máquinas con ruedas?
            –Sí, ya las veo. ¿Quiénes son?
            –Depredadores. Vienen de más arriba. Se llevan todo lo que produce dinero.
            La lluvia tropical hace acto de presencia. Es intermitente, descarga con fuerza durante un corto periodo y cesa.
           
            Lo elevan con una gran grúa hasta un camión remolcador, camino de la autopsia. Acostado su tronco en aquel artefacto, echa una última mirada al tocón que queda enraizado a la tierra que le vio nacer. No, no está muerto, la savia aun corre por su interior.
            –¡Eh¡, gran río, ¿adónde me llevan?
            –Al aserradero, sin duda. Está en mi camino de bajada. Lo conozco.
            La máquina poderosa avanza por la trocha paralela al río, que baja turbulento, salvaje, con aguas marrones amontonadas de lluvias, llevando en su cauce toda clase de  desechos, plásticos, espumas malolientes. Aquellos caminos son desconocidos para el cedro.
            Kilómetros de carretera inundados de  un aire irrespirable, empolvan de una capa insana los escuálidos cultivos del interior. Se escuchan explosiones que dejan el aire contaminado de humo y olor a pólvora, arrojando al aire pedazos de montaña que son amontonados en vagonetas.
 La revuelta del camino deja al descubierto una escena de ciencia ficción. El humo blanquecino lanzado a bocanadas por aquella especie de barco gigantesco de cemento y metal, cubre el estuario del río de una nube tóxica. Un gran colector vuelca toneladas de aguas opacas. ¿Será el mismo del que le habló una vez el gran río? El árbol lo relaciona con las espumas amarillentas que envenenan su caudal y se remansan en las orillas, enredadas con  detritus y peces muertos.
            El camión se mueve con dificultad; la marcha es lenta, tortuosa. Campesinos de los alrededores ven pasar el cortejo fúnebre. Se escuchan panegíricos al muerto, de admiración,  de envidia.
            Ya en la sala de disección, operarios manejan grúas poderosas provistas de grandes garfios y dejan su cuerpo en una cadena sin fin, lenta, vibrante.
             Un tipo fornido, con andares de borracho, hace pasar al gran por el tornillo devorador que le despojará de su vestimenta.
             “Todavía puedo sentir mi corteza de estrías  longitudinales, recordar el suave tacto de las serpientes formando ondas en mi torso, los monos balanceándose en mis ramas, las arañas tejiendo su encaje, el viento topando contra mi gran copa…”
             Su conciencia empieza a nublarse, a desenfocar los objetos. Su cerebro ya no puede dar órdenes, pero aun tiene tiempo de pensar en la cantidad ingente de oxígeno que ha proporcionado a la atmósfera a lo largo de sus ciento cincuenta años… “¡Que no desaprovechen mis hojas, tampoco la raíz! Los indígenas obtienen infusiones curativas.  Sí, yo lo he visto”.
             Siente frío, la savia empieza a secarse.
            Con precisión de cirujano, sierras cortantes entran en acción; penetran en su cuerpo y lo separan en gruesos tablones. Formulas eficaces para destruir más en menor tiempo Un estremecimiento de sus fibras más íntimas anticipa el final; es el último estertor, el llanto silencioso de la mutilación.
            En el patio exterior le apilan junto con otros cadáveres.
            Un coche de lujo aparca delante del portón. Es Don Maldito, el inescrupuloso millonario que dice defender el trabajo de los obreros. Viste camisa fina de algodón, botas de montar y sombrero de ala ancha;  deja ver las encías a través de un puro habano. El rostro tenso, como figura de cera, se esconde detrás de unas gafas oscuras. Una astilla se clavó en su ojo y desde entonces las órdenes las imparte desde fuera.  Señala los tablones del cedro con un ademán de la mano. Ha pronunciado la palabra quilla.
            La tala indiscriminada está prohibida. Las autoridades deben haber sido burladas, si en esa parte del mundo la autoridad no fuera él. Los casos de denuncias se archivan en lugares equivocados. Provienen de activistas o paranoicos, según  constan en los informes oficiales. Cuando alguien le pide explicaciones adopta una actitud de embalsamador; se sabe intocable.
            Una sirena marca el final de la jornada. El guardián deja caer la puerta metálica como una guillotina.           
                                                                                                                                        
            Cuatro hombres acuclillados rodean la parte del cuerpo del gran árbol que ha quedado unido a la tierra a través de sus endurecidas raíces. Don Maldito lo quiere para una mesa de campo. Estudian la forma de arrancarlo de las entrañas de la tierra. Han venido pertrechados para pasar el día en la selva.
            El lugarteniente monta una barbacoa en la pequeña playa que forma el remanso del río. Comerán con regocijo.
            En el pequeño claro de la jungla se ha corrido la voz de esta operación. Todo fluye con aparente normalidad, pero, desde los más intrincados rincones  se prepara una ofensiva de grandes proporciones. Ya todos saben que el cedro centenario ha sucumbido a la acción indiscriminada de los hombres, los mismos  que  ahora han  vuelto a invadir  su ecosistema.
            Las grandes hormigas soldado esperan en formación detrás de los helechos. Son la piedra de choque, sólo esperan órdenes. A una señal de sus antenas, el comandante en jefe de las hormigas cortadoras gigantes ordena el avance en fila, pausado, imparable, decisivo.
            Empiezan la ascensión por los pies, siempre en disciplinada marcha. Los monos titís se han descolgado de las ramas y están colaborando; quitan la ropa de los hombres, hacen intención de ponérsela, chillan; uno de ellos le arrebata las gafas a Don Maldito y se las coloca encima de la nariz con alaridos de victoria.
            La serpiente pitón aparece silenciosa. Aquellos hombres no alcanzan a coger sus rifles, se debaten entre las hormigas y los monos. Asciende con movimientos circulares inutilizando el torso de Don Maldito. Presiona. Ya solo quedan fuera de su alcance los brazos. A ellos han conseguido llegar las hormigas. Sus mandíbulas actúan como tenazas. El cachazudo cocodrilo avanza desde las aguas marrones; sabe lo que está sucediendo. Con un rápido y ágil movimiento se traga la hamburguesa de carne a la brasa que tiene en la mano; escupe el brazo por la comisura de su gran bocaza: ya solo encuentra  huesos.
            Allí, junto al cementerio de hojas y ramas del viejo cedro, los indígenas miran atónitos, escondidos entre el follaje, amontonados como racimos de cocos. Un mono colgado de una rama se orina en el parabrisas del  todoterreno.
            Nuevamente, una lluvia torrencial comienza a caer con violencia. Los animales desaparecen para evitar  las enormes gotas de agua que rebotan como balas. Una neblina de agua y vapor inunda el entorno, creando una atmósfera sobrecogedora, misteriosa. La descarga de agua dura unos cuantos minutos, los suficientes para limpiar el lugar del suceso de rastros pestilentes. Cesan el fragor, el espanto, también la lluvia. El agua seguirá goteando de las hojas por un tiempo, produciendo un suave rumor que tardará en apagarse. Las tinieblas, replegándose sobre los recuerdos visuales, nos dirán que el orden se ha restablecido.
             La naturaleza también tiene sus formas de venganza. El hombre solo las intuye levemente, sin prestar la debida atención. Quizá sea debido a esa falsa posición de privilegio que le impide percibir emociones singulares y mensajes inaudibles.
            Pero una luminosidad lechosa, proveniente del fondo de la Humanidad, se abrirá paso con el amanecer y comenzará un nuevo día con el jadeante pálpito de la vida perezosa, ardiente y dulzona de la selva, y una herida ulcerada nos recordará la presencia invisible del cedro centenario.
            


CONCIERTO EN LAVAPIÉS


El sábado 2 de Junio lo dediqué al barrio de Lavapiés. Y no era para menos. Ofrecía un concierto la banda EL COMBO DEL DEDAL, en la que toca la guitarra mi hijo Pablo.






                                 UN ESPACIO DE EXPRESIÓN EN LA CALLE TRES PECES



 
                                               OBSERVEN LA DECORACIÓN...









Un público enfervorecido aplaudió a rabiar a esta joven y prometedora banda. 
El artista de la familia es el guapo chico de la izquierda que viste camiseta azul. ¡Qué va a decir su madre!


                                                         "EL COMBO DEL DEDAL"


El local estaba a rebosar. Esperamos que se repita. ¡QUÉ BIEN LO PASAMOS!

miércoles, 25 de abril de 2012


DÍA DEL LIBRO
23 de abril de 2012


TALLER DE NOVELA 
 BIBLIOTECA VALLECAS







No todo es lo que parece. Hubo copichuelas y brindis, pero antes se habían leído capítulos de las novelas que los integrantes del grupo se afanan por dar forma, incluso por terminar, publicar y hasta optar a premios. ¿Por qué no?
Se manejaron ejemplares especiales que llevaron algunos de los integrantes; esas joyitas que todos tenemos o creemos tener. Y luego hubo una exhaustiva recomendación de lecturas. Para que no me tilden de tacaña y egoista, reseño a continuación las propuestas que hizo Arancha, nuestra Coordinadora:


"El mundo de ayer" de Stephan Zweig
"La acabadora" de Michaela Mugia
"El olvido que seremos" de Héctor Abad
"La muerte de Artemio Cruz" de Carlos Fuentes
"El vino de la soledad" de Irene Nemiroivsky

                        Fue nuestra forma de celebrar el DÍA DEL LIBRO.

sábado, 14 de abril de 2012

INSURRECCIÓN


            “Año de 1852, día 25 de noviembre. El oficial de Granaderos, D. Benito de Sandoval y Lorca, de cuarenta y cuatro años de edad, ingresa en este Hospital Psiquiátrico de Santa Isabel, en la Villa de Leganés, aquejado de anomalías de conducta y pensamientos morbosos. Le internan sus sobrinos a la vista de su grave deterioro mental. Venía prestando servicios  en el Cuartel de las Reales Guardias Walonas situado en esta  misma Villa. Los datos personales son aportados por sus familiares”.

            Ese mismo año, la Reina Isabel II, recién parida, sufre un atentado en el Palacio Real de Madrid. Se encamina a la iglesia para bautizar a la infanta Isabel, “la Chata”, hija de varios padres. La rígida armadura del corsé que sujeta sus bamboleantes y rosadas carnes, le salva de morir apuñalada. Curiosamente, el aprendiz de regicida es el cura Merino –nada que ver con ese otro cura Merino guerrillero afamado de la Guerra de Independencia–. La Historia pasa de perfil por el acontecimiento. Ya camina hacia La Gloriosa, rebelión que promoverá el derrocamiento unos años más tarde de la soberana. Si el segundo cura Merino hubiera manejado el puñal de manera más certera, quizás habría librado al país de buena parte de los vaivenes políticos y de bragueta que acarreó su Alteza Real.


            En México también se viven tiempos convulsos. Se ha proclamado en Guadalajara el Plan del Hospicio en contra del Presidente Mariano Arista, y a favor del regreso al poder del General Santa Anna, de controvertida trayectoria política y militar, unido en distintas ocasiones a realistas, insurgentes, republicanos, liberales, conservadores… Pasó su vida dejándose seducir por el soportable erotismo que provocan las diferentes adhesiones ideológicas, con el mismo ardor y el mismo desdén que se experimenta al cambiar de amante. El pueblo, siempre  sabio, se apercibió de la cara de dictador y vendepatrias que se le iba poniendo. Repudiaron sus actos, y luego su memoria, cuando acabó malvendiendo el estado de Texas a los gringos. ¡El hijo de la gran chingada!
           
           
            En 1808, cuando las tropas del general Murat entran en España, D. Benito apenas es un muchacho de quince años. Las guerras y tratados con los franceses han desatado la ira popular. España está en manos de las tropas francesas. El pueblo de Madrid se ha sublevado. ¡Muerte a los gabachos! ¡Que vuelva Fernando VII”. Ya tendrán tiempo de llamarle felón y mal nacido.
            Al otro lado del océano, en la ciudad de Guanajuato, México, el 28 de septiembre de 1810 otra rebelión se ha consumado. Tropas insurgentes han tomado la Alhóndiga de Granaditas, bastión fortificado de las tropas realistas. La guerra se ha extendido por otras provincias.
            Esta es la escena política existente cuando el cadete Sandoval, alumno de la Real Academia Militar de la Isla de León, es destinado a México en el año de 1814, donde continúa la sublevación. Será la primera vez que entre en combate. Tiene veintiún  años y la Guerra de Independencia contra los franceses se da por terminada.  Ese mismo año,  Francisco de Goya pinta dos cuadros que reflejan el horror vivido en las jornadas del 2 y 3 de mayo en Madrid. Sandoval  debió llevar esas escenas grabadas para siempre en su memoria.                 


            A su ingreso en el manicomio, D. Benito se muestra como un hombre adusto, huidizo, taciturno, con episodios de desquiciamiento, en los que simula batallar y perjura a voz en grito. Su pelambre entrecana, el desaliño en el vestir y la osamenta  queriendo salir del cuerpo, hablan de años de abandono. Parece arrancar cristales de las entrañas al hablar de sus vivencias. La cordura le ha abandonado en las revueltas de la vida.
             Uno de los doctores va anotando todos sus caóticos parlamentos. Son retazos sueltos, inconexos, pero llenos de brío y aparente veracidad. Se propone restablecer un orden cronológico donde aparezcan todos los sucesos más o menos encadenados.
            Hay interrupciones debidas a crisis agudas en las que el paciente rechaza todo contacto humano. Su cabeza se convierte en una campana con un gran badajo golpeándola sin piedad. Entonces entra en un estado de alejamiento involuntario que bordea las esferas de la locura. Queda convertido en una sombra desmemoriada.


            –Resonaban los cañonazos. Viví sucesos crueles, despiadados… ajusticiamientos…  
            –Siga, siga, le hará bien.
            –No me acuerdo el año en que llegué a México. No se si podré darle detalles… mis recuerdos estallan a fogonazos… como los cañones.
            –No se trata de relatar una crónica exacta de los hechos. Solamente cuente lo que le atormenta; sacúdase de todo lo que le hace daño.
            –Me puse a las órdenes del Coronel… Manuel de la Concha. Sí, eso es, así creo que se llamaba. Ya había ocurrido todo.
            –¿Qué es lo que había ocurrido?
            –El grito de …
            –De Dolores.
            –Ya veo que lo conoce
            –Si, claro, la noticia llegó a la Corte. El cura Hidalgo dando el grito de independencia a la puerta de la iglesia parroquial de Dolores, un pequeño poblado de Guanajuato, después de pronunciar el sermón. Corrió la noticia como la pólvora. El virreinato de Nueva España empezaba a tambalearse, pero aquí seguían gastando en lujos y fastos la plata que entraba por el Guadalquivir por la gracia de Dios ¡Y todavía teníamos dentro a los franceses…! 
            –Yo llegué unos años después. Yo, yo…. Yo era un oficial de su Majestad, ¿comprende? Mi misión era sofocar los levantamientos que seguían produciéndose… ¡Oh, no!… este dolor de cabeza… los ruidos… señor…creo que no voy a poder…
            Luego, el silencio vuelve a adueñarse del tiempo. El Doctor sabe que es un oficial herido en acción de guerra. Los relatos entrecortados de D. Benito están formados por pinceladas, confusiones mezcladas con certezas. Una historia apenas hilvanada con el hilo de seda de su frágil memoria. Para poder ayudarle necesita información fidedigna.
            En el cuartel de las Reales Guardias Walonas vive archivada la que pudo ser su hoja de servicios. Cadete de la Academia Militar de la Isla de León. Participó con valentía y honor en varias acciones de guerra en México. Herido en combate en Veracruz, donde seguían produciéndose levantamientos, es trasladado a La Habana. Regresa a España. Ninguna mención al  deterioro que sufre su razón desde que recibió  el sesgo de una bayoneta. La cicatriz dibujada en su cráneo es testimonio de los hechos.  Se le asigna un puesto de oficial en las dependencias de su antiguo Cuartel, donde es posible que impartiera clases de táctica militar.
            El Doctor tiene delante de sus ojos, a juzgar por lo que ha creído averiguar,  un oficial ejemplar: hombre cultivado, de familia prominente y con una hoja de servicios impecable. Se impone a sí mismo la misión de ayudarle para que afloren los momentos de espanto y consternación que, hasta el momento, se niega a dejar salir a la superficie.
           
            Inesperadamente, después de una noche de intranquilidad y gritos desesperados, D. Benito se presenta en el despacho del Doctor. Exige atención; los ojos son como lumbre. Su reseca memoria ha logrado recuperar los despojos de un episodio antiguo que le fue relatado cuando llegó a tierras mexicanas. Tiene prisa. Habla sin interrupciones. Teme que se le extravíen las palabras. Pero no, esta vez suenan precisas, cortantes,  como si  hubieran sido afiladas por su memoria.
            –El Pípila, fue El Pípila, sí, eso es. No me había vuelto a acordar de él hasta esta noche. Su hazaña resonaba todavía, después de tanto tiempo…
            –¿El Pípila? ¿Quién era?
            –Un barretero de las minas de plata. Se unió al levantamiento contra las tropas realistas. Mestizo, cabello negro y lacio, de complexión musculosa, fuerte, valiente. Tenía que serlo para levantar una losa enorme y pedir que se la ataran a la espalda. Eso contaban.
            –¿Con qué objeto?
            –La Alhóndiga de Granaditas. Se habían refugiado los militares españoles y familias importantes de la ciudad de Guanajuato. Intentaron su asalto pero era un edificio inexpugnable. ¡Qué horror! Aquel  final…
            –Pero hábleme de ese hombre, de El Pípila.
            –Se ofreció voluntario para tumbar la puerta de la Alhóndiga. Protegida de las balas su espalda por la losa de piedra, se acercó a la puerta con una antorcha y consiguió prenderla fuego. Así pudieron entrar los insurgentes.

            Ojos vidriosos, irredentos. Acaba de volcar una terrible carga que le ha estado sofocando toda la noche. Asediado por el  esfuerzo, cae exhausto en brazos del Doctor.
            –Ya está bien por hoy, D. Benito. Ahora necesita descansar.
           
            En su libro de recopilación el Doctor hizo ese día anotaciones subjetivas, deducciones médicas que podían estar ligadas a  trágicas experiencias  de su paciente. Llegó a conclusiones que, quizá,  pudieran explicar, al menos en parte,  su actitud y el menoscabo de sus facultades.
            Meditó profundamente sobre acontecimientos del primer tercio del siglo XIX. España ocupada por un invasor. Un pueblo sublevado que no quiere extraños en su territorio. Tierras americanas que tampoco soportan por más tiempo recibir órdenes de la metrópoli. Insurgentes derramando su sangre para expulsar a los que consideran intrusos, no merecedores de formar parte de la nueva nación que reclaman.
            Se afianza en la idea de que todo país o territorio con entidad propia defiende su independencia. Aquí podía estar el paralelismo y el conflicto profesional, ético y personal que, quizá, había llevado a D. Benito a perderse en desvaríos de su propia  nebulosa.
           
             Por boca del Coronel D. Manuel de la Concha debió saber el joven oficial de Granaderos de la matanza en la Alhóndiga de todos los allí reunidos, militares y civiles, y de la posterior muerte de los cabecillas de la insurrección: Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez, cuyas cabezas parece que fueron exhibidas  en lo alto del edificio. 
            Tanto horror para una mente llamada al estudio, la disciplina, la reflexión y el orden, debió sacudir su exigente conducta individual como un cataclismo.
            En cuanto a El Pípila, si tenemos que seguir la peripecia personal que narra la leyenda, o la Historia, batalló en las filas del ejército del cura Hidalgo. Dicen que murió del polvo y gases de la mina, a la que regresó a trabajar años después de acabada la guerra.
            Muchas horas de sueño y preocupación costaron al Doctor ordenar los dispersos ataques de verborrea de D. Benito, que siempre iban seguidos de graves crisis de postración. Pero acertó al aceptarlos como buenos, pues en sus ojos había visto saltar  chispas de vida después de años de opacidad y de andar su mente vadeando por realidades remotas.
                                   

            D. Benito de Sandoval, El Pípila. ¿Fueron reales estos dos hombres? ¿O solamente leyendas con olor a pólvora? Poco importa. Existen muy pocas verdades irrefutables.
             La Historia, esa sucesión de hechos que avanza en el tiempo, está forjada por individuos valientes, recios, inteligentes, de trayectoria conocida y laureada. También de héroes de leyenda y personajes anónimos, recónditos o innombrados, que merecen existir en el imaginario colectivo de los pueblos, para alimentar la llama de los valores verdaderos, aunque su huella ande embarrada en las tinieblas de la incertidumbre.




Publicado en Ediciones Irreverentes
           
           



           
           
           
           

            

domingo, 5 de febrero de 2012

FÉLIX MARÍA SAMANIEGO

            Quizá, en este mundo de géneros literarios tan ajenos a las moralejas, donde nadie consiente recibir lecciones de nadie, la figura de Felix Maria de Samaniego aparezca trasnochada y falta de interés.
            Pero, curiosamente, en su momento, el hombre culto y atento a los cambios del siglo que le tocó vivir, el de la Ilustración, se había convertido con sus fábulas moralizadoras y satíricas en el azote de pacatos y fanáticos de un presente que ya era pasado. Un tiro por elevación.
            En un viaje a La Rioja alavesa y, confieso, con el único propósito de homenajear al mágico mundo del vino, me reencontré con Samaniego, olvidado desde los tiempos escolares.
             Nacido en la Villa de Laguardia, se conserva la casa en que nació. Un palacio señorial en piedra y balconadas de hierro, que nos da idea de la nobleza de la familia desde la que se asomó a  la vida.

Plaza Mayor de Laguardia



                                                          Casa natal de Samaniego

                                              Pórtico de la Iglesia de Sta. María de los Reyes

            Una auténtica joya el pueblo medieval, recinto completamente amurallado con cinco puertas de entrada. En el paseo exterior, bordeando las murallas, el pueblo ha dedicado una estatua a su ilustre vecino.




            Poco tiempo transcurrió su vida en el pequeño pueblo. Estudió  en un colegio en Francia –de ahí su entusiasmo por los enciclopedistas– y Leyes en la Universidad de Valladolid.
            Se inclinó por el género literario de la Fábula, que utilizó para hacer crítica mordaz contra la política y la religión. En 1781 publicó la única obra por la que le conocemos: “Fábulas en verso castellano para el uso del Real Seminario Bascongado”, 257 fábulas distribuidas en nueve libros, en las que ridiculiza los defectos humanos y aparecen críticas veladas pero implacables contra personajes relevantes, hábitos sociales y actitudes políticas de dudosa integridad.
            ¿Quién no conoce alguna de sus fábulas? Seguro que recordáis “La cigarra y la hormiga”, “La zorra y las uvas”, o esta otra:

                                                      CONGRESO DE RATONES


Desde el gran Zapirón, el blanco y rubio,
Que después de las aguas del diluvio
Fue padre universal de todo gato,
Ha sido Miauragato
Quien más sangrientamente
Persiguió a la infeliz ratona gente.
Lo cierto es que, obligada
De su persecución la desdichada,
En Ratópolis tuvo su congreso.
Propuso el elocuente Roequeso
Echarle un cascabel, y de esa suerte
Al ruido escaparían de la muerte.
El proyecto aprobaron uno a uno,
¿Quién lo ha de ejecutar? eso ninguno.
«Yo soy corto de vista. Yo muy viejo.
Yo gotoso», decían. El concejo
Se acabó como muchos en el mundo.
Proponen un proyecto sin segundo:
Lo aprueban: hacen otro. ¡Qué portento!
Pero ¿la ejecución? Ahí está el cuento.





martes, 17 de enero de 2012

GARE D´AUSTERLITZ


Los dos contemplaban ensimismados las aves de la pajarera de la Ménagerie del Jardin de Plantas de París, cuando, de repente, sus miradas se encontraron a través de plumajes y aleteos. Aquellas aves cautivas parece que les desvelaron el rumbo de sus vidas. Desde ese momento supieron que no volverían a separarse.
            Cuando salieron del recinto habían vivido el asombro, la timidez, la zozobra, la inseguridad… y hasta el espanto. Pero, a propuesta de él,  no cayeron en la vulgaridad de contarse sus vidas. Su encuentro tenía algo de mágico; conservarían el misterio como en un juego. Habría pistas, indicios, poco más. Un fuerte vínculo sin compromisos. Nada de direcciones, ni números de teléfono. Los impedimentos  pondrían a prueba su amor de cada día. Y, por supuesto, respetarían los mutismos, las ausencias, la falta de explicaciones. Únicamente quedó fijado el lugar de sus citas diarias: la pajarera del zoológico. –De acuerdo, la pajarera, repitió ella.
Y dedicaron el tiempo a explorar juntos la ciudad. No quedó rincón por saborear, aunque, claro está, sin fotografías. Frecuentaron selectos restaurantes y lujosos hoteles. ¡Ah! Aquellos paseos por el Bois de Boulogne, por los jardines del Luxemburgo, Le Marais, los bouquinistes… y las maravillosas puestas de sol sobre el Sena. ¿No parecían hechos para ellos?
El la confesó que  andaba perdido en conjeturas, sin dar con la razón por la que se encontraba ligado tan desesperadamente a ella. Era verdad que habían desechado las asperezas y las disonancias desde el principio, de acuerdo, pero esto no parecía suficiente como para haber creado ese lazo afectivo tan profundo. Ella tenía ya gastadas todas las interrogaciones; sin embargo afirmó que su  situación era perfectamente tolerable. Y se limitó a presentir la noche, llena de luna y estrellas. Una forma de admitir todo o no querer saber nada.
El único contacto con la realidad eran las extrañas llamadas que él efectuaba desde cabinas telefónicas. Jamás, de acuerdo con el pacto, ella se atrevió a preguntarle, ni siquiera a insinuarle, nada que supusiera querer saber algo de su vida. Se limitaba a esperar de pié, a unos metros de distancia.  Aprovechaba la ocasión para mirarle, embelesarse con su buena figura, sus elegantes trajes, su porte de hombre de mundo… Entonces es cuando exclamaba hacia su interior: “¡Es maravilloso, tengo un amante!”.
 A los seis meses, aquella relación volátil presentaba síntomas de agotamiento, según manifestó él. Le propuso cambiar de ciudad. Ella vislumbró una continuidad de su prodigiosa aventura. Aceptó al instante, bautizando el proyecto como “viaje a la felicidad”.
Cuando ella preguntó: “¿adónde vamos?”, a él se le marcaron  pliegues en el entrecejo.
–Perdona. Ya he olvidado el lugar que me dijiste…  A veces me ocurre, luego todo vuelve a la normalidad. Si, ya sé que no debo hacer preguntas pero…
–No te lo he llegado a decir, pero es un lugar fascinante. Y podría ser simplemente una escala. Lo tengo todo ultimado. Amor mío, confía en mí. Es lo único que te pido. De todo esto ni una palabra a nadie, ¿de acuerdo?
 Cada día era como una gota de rocío: liviana, delicada, renovándose con cada amanecer. Se recrearon con el juego de los azares, las coincidencias y los presagios.  Por eso no le importaron los signos de egoísmo o depravación que observara en el comportamiento de su “gran amor para toda la vida”, consciente de que estaba uniendo su destino al de un perfecto desconocido, al que llamaban poderosamente la atención los coches ostentosos y las joyerías.
            Quedaron citados en la estación de trenes para tres días después, a las 18,30 en el andén número 2. Cerca del Jardin de Plantas y del Sena, donde comenzó su idilio. El se ocuparía de todo.
            –Tienes que repetirme las instrucciones. No soy buena para memorizar.
            –No sigas. Tú eres buena para todo, lo supe desde el primer día que te vi. ¿Por qué crees que me enamoré tan perdidamente?  Déjame darte un beso, uno más, para volver a sellar nuestro mágico pacto. Se perdería el encanto si comentaras algo a tu familia, a tus abogados, a alguna amiga… no sé. ¡No me decepciones! Piensa en nosotros.
            –Esto es extraordinario. Dependo sólo de ti…
            –Yo también dependo de ti.
            Repetía las palabras “tengo un amante, tengo un amante”, cuando atravesó el umbral de su casa. Transitó por calles conocidas. Inesperadamente se internó por otra siguiendo la llamada del instinto. Leyó el nombre. No le evocó nada especial. Bordeó la tapia de una iglesia y desembocó en aquel gran edificio de piedra, una mole que le hizo detenerse a mirar. Era la estación de trenes de Austerlitz. Atravesó la puerta principal y se vio en un gran vestíbulo lleno de gente.
Sumergida de lleno en una de sus repentinas lagunas de memoria, en una absoluta nebulosa, a duras penas recordaba que esa tarde debía acudir a la estación. No conseguía concretar el motivo. Un zumbido de ruidos y conversaciones le aturdió de tal manera que corrió a refugiarse en un rincón de la sala de espera.
             El pánico se apoderó de su maltratada mente al darse cuenta de que no sabía lo que tenía que hacer. Un fuerte dolor de oídos le acabó aislando del mundo. Ocupó un  banco alejado, no quería estorbar. ¿Por qué se había puesto ese vestido floreado?, ¿adónde iba?, ¿por qué llevaba ese maletín tan abultado? Miró dentro. Había ropa, un neceser, dos cajas de pastillas ¿Todo eso le pertenecía? ¿Es que quizás debería haber tomado esas pastillas?  ¿Y esa gran cantidad de dinero en billetes? Miró hacia arriba como queriendo pedir explicaciones. Aquellas alegorías paganas pintadas en el techo retuvieron por un momento su atención, pero nada significaron para ella. Su mente era una nube de vapor en la que ni una brizna de cordura podía quedar fijada.
Un hombre enfundado en un impecable traje de alpaca gris perla y corbata roja, se palpó la pistola que llevaba en la sobaquera, hizo dos llamadas desde un móvil y, con el maletín fuertemente asido, recorrió por tercera vez el andén, preso de una gran agitación.            
            Había trazado su plan con tanta exactitud que no aceptaba la presencia del tren a punto de partir sin que ella hubiese aparecido. Aquel maquinado acuerdo de no intromisión le impedía apremiarla; desconocía su número telefónico.
             Ovillada en un rincón de la sala de espera, los codos apoyados en aquel maletín repleto de cosas ignoradas, la cabeza entre las manos, repetía: “Ya pasará, ya pasará, será como otras veces”. Miró hacia el andén y vio cómo dos hombres se identificaban y abordaban a un individuo con  traje gris de alpaca y corbata roja. Iban camino de la salida.  Vio desfilar por delante de ella a un hombre elegante, de buenas hechuras y un maletín exacto al suyo, pero no pudo relacionar el hecho con algo que pudiera afectarla. Si acaso, le pareció que los brazos de aquel hombre colgaban a lo largo del cuerpo con una pesadez de hierro, igual que los suyos en aquel momento.
           
 Publicado     Antología PARÍS relatos    M.A.R. Editor


                
Presentación en la Librería Tres rosas amarillas
  
                                       

CHANEL Nº 5

        
            Perdido en la soledad de una noche de hielo azul, anduvo hasta el final de una calle sin fin. Caían los primeros copos de nieve cuando la vio mecida por los elegantes vaivenes de un abrigo de marta cibellina: intentaba coger un taxi. Pero en una noche tan cargada de mal tiempo, resultaba, a todas luces, imposible. Se aproximó luchando contra el viento polar que le hacía avanzar como un borracho. Ella sacudió su melena platino y el aroma  Chanel Nº 5 le llevó al abismo de sus ojos, y a adivinar debajo del abrigo unas caderas de piel de nácar. Alucinaciones. Ya nunca más volvió a conocer el sosiego. Con una simple mirada y el ademán de su solapa levantada, la rescató de la nevada y la condujo a la barra del South Manhatann. Sin mediar palabras innecesarias supieron que su encuentro no cabía en los moldes de la normalidad. El presagio del extravío flotaba en el  ambiente.
            Únicamente un Bloody Mary separaba sus cuerpos.
            –¿Te das cuenta, nena, de que no nos conocemos de nada y, en cambio,  estamos a punto de saltar al vacío?
            –¿Al vacío has dicho? El vacío es mi patria. Mira mis piernas, soy trapecista.
            –¡Cómo te entiendo! Yo soy astronauta.
             Al finalizar la bebida, sus labios rojos, resbaladizos y aterciopelados se entreabrieron, y su aliento le pareció que  llegaba cargado de pensamientos frenéticos.
            –Tengo que marcharme. Ha cesado la nevada. Lo siento, lo siento…
            –Yo también, no sabes cuánto. Nena, ¿cuándo podré volver a verte? Dime que mañana en este mismo lugar, a esta misma hora. Déjame soñar.
             Una sonrisa perezosa transformó su boca en una caja de emociones y él  sintió cómo se metía en un charco dulzón lleno de promesas con la incertidumbre del hereje que entra en una iglesia.
            Todo el  día siguiente sintió la misma sonrisa haciéndole cosquillas en la entrepierna. La sensación de la inmediatez le acabó convenciendo de que el destino estaba de su parte, aunque la inquietud le hiciera sentirse como un pez sin agua, como una réplica de la niebla aceitosa que envolvía la ciudad.
            Acudió puntual a la cita. Ella no estaba. El charco se le agrandó. La única prueba de que el día anterior había vivido un episodio turbulento y único, era la nota que le entregó el camarero. La leyó creyendo aspirar todavía su Chanel nº 5:
             “Los encuentros extraviados siempre tienen un final difícil.  Me ha gustado conocerte. La vida es tan insípida, tan previsible… Me cambiaría por una luciérnaga de reflejos verdosos”.
            –Olvídela– sentenció el camarero. Ha dicho algo así como que su futuro estaba en el aire. Cruzó la calle. Mire, desde aquí puede verla. En la terraza del rascacielos. Ha conseguido saltar la valla. Sí, es aquel remolino de ropa que lucha contra el viento.
            Corríó enloquecido. No entendía lo de la luciérnaga, pero siguió corriendo. Cogió dos ascensores, subió empinadas escaleras. Llegó sin resuello. Un resplandor  extraño iluminaba la plataforma exterior.
            –Nena, no te muevas, ya estoy a tu lado, todo va a ir bien.
            –¿Por qué resoplas? Pareces un fuelle. Solo estoy ensayando. Lo hago a menudo, es una forma de luchar contra el vértigo. Mañana estrenamos espectáculo. Pero, ¡no! no saltes tú la mampara…
            Él ya había dado el primer traspié y estaba a punto de salir al espacio como un auténtico astronauta, cuando se apercibió de la luz verdosa que despedía aquel traje de lentejuelas. No dudó en desplegar sus alas de macho de luciérnaga reclamado por una hembra. Ella se aferró a su mano, consciente de la mágica oportunidad de vivir un romance aéreo. Saltaron al unísono, festejando el único encuentro loco de sus monótonas vidas.
        Se despidieron con la imposibilidad actuando como un imán sobre sus bocas entreabiertas, mientras flotaba en el aire la irresistible fragancia del Chanel nº 5.