miércoles, 25 de abril de 2012


DÍA DEL LIBRO
23 de abril de 2012


TALLER DE NOVELA 
 BIBLIOTECA VALLECAS







No todo es lo que parece. Hubo copichuelas y brindis, pero antes se habían leído capítulos de las novelas que los integrantes del grupo se afanan por dar forma, incluso por terminar, publicar y hasta optar a premios. ¿Por qué no?
Se manejaron ejemplares especiales que llevaron algunos de los integrantes; esas joyitas que todos tenemos o creemos tener. Y luego hubo una exhaustiva recomendación de lecturas. Para que no me tilden de tacaña y egoista, reseño a continuación las propuestas que hizo Arancha, nuestra Coordinadora:


"El mundo de ayer" de Stephan Zweig
"La acabadora" de Michaela Mugia
"El olvido que seremos" de Héctor Abad
"La muerte de Artemio Cruz" de Carlos Fuentes
"El vino de la soledad" de Irene Nemiroivsky

                        Fue nuestra forma de celebrar el DÍA DEL LIBRO.

sábado, 14 de abril de 2012

INSURRECCIÓN


            “Año de 1852, día 25 de noviembre. El oficial de Granaderos, D. Benito de Sandoval y Lorca, de cuarenta y cuatro años de edad, ingresa en este Hospital Psiquiátrico de Santa Isabel, en la Villa de Leganés, aquejado de anomalías de conducta y pensamientos morbosos. Le internan sus sobrinos a la vista de su grave deterioro mental. Venía prestando servicios  en el Cuartel de las Reales Guardias Walonas situado en esta  misma Villa. Los datos personales son aportados por sus familiares”.

            Ese mismo año, la Reina Isabel II, recién parida, sufre un atentado en el Palacio Real de Madrid. Se encamina a la iglesia para bautizar a la infanta Isabel, “la Chata”, hija de varios padres. La rígida armadura del corsé que sujeta sus bamboleantes y rosadas carnes, le salva de morir apuñalada. Curiosamente, el aprendiz de regicida es el cura Merino –nada que ver con ese otro cura Merino guerrillero afamado de la Guerra de Independencia–. La Historia pasa de perfil por el acontecimiento. Ya camina hacia La Gloriosa, rebelión que promoverá el derrocamiento unos años más tarde de la soberana. Si el segundo cura Merino hubiera manejado el puñal de manera más certera, quizás habría librado al país de buena parte de los vaivenes políticos y de bragueta que acarreó su Alteza Real.


            En México también se viven tiempos convulsos. Se ha proclamado en Guadalajara el Plan del Hospicio en contra del Presidente Mariano Arista, y a favor del regreso al poder del General Santa Anna, de controvertida trayectoria política y militar, unido en distintas ocasiones a realistas, insurgentes, republicanos, liberales, conservadores… Pasó su vida dejándose seducir por el soportable erotismo que provocan las diferentes adhesiones ideológicas, con el mismo ardor y el mismo desdén que se experimenta al cambiar de amante. El pueblo, siempre  sabio, se apercibió de la cara de dictador y vendepatrias que se le iba poniendo. Repudiaron sus actos, y luego su memoria, cuando acabó malvendiendo el estado de Texas a los gringos. ¡El hijo de la gran chingada!
           
           
            En 1808, cuando las tropas del general Murat entran en España, D. Benito apenas es un muchacho de quince años. Las guerras y tratados con los franceses han desatado la ira popular. España está en manos de las tropas francesas. El pueblo de Madrid se ha sublevado. ¡Muerte a los gabachos! ¡Que vuelva Fernando VII”. Ya tendrán tiempo de llamarle felón y mal nacido.
            Al otro lado del océano, en la ciudad de Guanajuato, México, el 28 de septiembre de 1810 otra rebelión se ha consumado. Tropas insurgentes han tomado la Alhóndiga de Granaditas, bastión fortificado de las tropas realistas. La guerra se ha extendido por otras provincias.
            Esta es la escena política existente cuando el cadete Sandoval, alumno de la Real Academia Militar de la Isla de León, es destinado a México en el año de 1814, donde continúa la sublevación. Será la primera vez que entre en combate. Tiene veintiún  años y la Guerra de Independencia contra los franceses se da por terminada.  Ese mismo año,  Francisco de Goya pinta dos cuadros que reflejan el horror vivido en las jornadas del 2 y 3 de mayo en Madrid. Sandoval  debió llevar esas escenas grabadas para siempre en su memoria.                 


            A su ingreso en el manicomio, D. Benito se muestra como un hombre adusto, huidizo, taciturno, con episodios de desquiciamiento, en los que simula batallar y perjura a voz en grito. Su pelambre entrecana, el desaliño en el vestir y la osamenta  queriendo salir del cuerpo, hablan de años de abandono. Parece arrancar cristales de las entrañas al hablar de sus vivencias. La cordura le ha abandonado en las revueltas de la vida.
             Uno de los doctores va anotando todos sus caóticos parlamentos. Son retazos sueltos, inconexos, pero llenos de brío y aparente veracidad. Se propone restablecer un orden cronológico donde aparezcan todos los sucesos más o menos encadenados.
            Hay interrupciones debidas a crisis agudas en las que el paciente rechaza todo contacto humano. Su cabeza se convierte en una campana con un gran badajo golpeándola sin piedad. Entonces entra en un estado de alejamiento involuntario que bordea las esferas de la locura. Queda convertido en una sombra desmemoriada.


            –Resonaban los cañonazos. Viví sucesos crueles, despiadados… ajusticiamientos…  
            –Siga, siga, le hará bien.
            –No me acuerdo el año en que llegué a México. No se si podré darle detalles… mis recuerdos estallan a fogonazos… como los cañones.
            –No se trata de relatar una crónica exacta de los hechos. Solamente cuente lo que le atormenta; sacúdase de todo lo que le hace daño.
            –Me puse a las órdenes del Coronel… Manuel de la Concha. Sí, eso es, así creo que se llamaba. Ya había ocurrido todo.
            –¿Qué es lo que había ocurrido?
            –El grito de …
            –De Dolores.
            –Ya veo que lo conoce
            –Si, claro, la noticia llegó a la Corte. El cura Hidalgo dando el grito de independencia a la puerta de la iglesia parroquial de Dolores, un pequeño poblado de Guanajuato, después de pronunciar el sermón. Corrió la noticia como la pólvora. El virreinato de Nueva España empezaba a tambalearse, pero aquí seguían gastando en lujos y fastos la plata que entraba por el Guadalquivir por la gracia de Dios ¡Y todavía teníamos dentro a los franceses…! 
            –Yo llegué unos años después. Yo, yo…. Yo era un oficial de su Majestad, ¿comprende? Mi misión era sofocar los levantamientos que seguían produciéndose… ¡Oh, no!… este dolor de cabeza… los ruidos… señor…creo que no voy a poder…
            Luego, el silencio vuelve a adueñarse del tiempo. El Doctor sabe que es un oficial herido en acción de guerra. Los relatos entrecortados de D. Benito están formados por pinceladas, confusiones mezcladas con certezas. Una historia apenas hilvanada con el hilo de seda de su frágil memoria. Para poder ayudarle necesita información fidedigna.
            En el cuartel de las Reales Guardias Walonas vive archivada la que pudo ser su hoja de servicios. Cadete de la Academia Militar de la Isla de León. Participó con valentía y honor en varias acciones de guerra en México. Herido en combate en Veracruz, donde seguían produciéndose levantamientos, es trasladado a La Habana. Regresa a España. Ninguna mención al  deterioro que sufre su razón desde que recibió  el sesgo de una bayoneta. La cicatriz dibujada en su cráneo es testimonio de los hechos.  Se le asigna un puesto de oficial en las dependencias de su antiguo Cuartel, donde es posible que impartiera clases de táctica militar.
            El Doctor tiene delante de sus ojos, a juzgar por lo que ha creído averiguar,  un oficial ejemplar: hombre cultivado, de familia prominente y con una hoja de servicios impecable. Se impone a sí mismo la misión de ayudarle para que afloren los momentos de espanto y consternación que, hasta el momento, se niega a dejar salir a la superficie.
           
            Inesperadamente, después de una noche de intranquilidad y gritos desesperados, D. Benito se presenta en el despacho del Doctor. Exige atención; los ojos son como lumbre. Su reseca memoria ha logrado recuperar los despojos de un episodio antiguo que le fue relatado cuando llegó a tierras mexicanas. Tiene prisa. Habla sin interrupciones. Teme que se le extravíen las palabras. Pero no, esta vez suenan precisas, cortantes,  como si  hubieran sido afiladas por su memoria.
            –El Pípila, fue El Pípila, sí, eso es. No me había vuelto a acordar de él hasta esta noche. Su hazaña resonaba todavía, después de tanto tiempo…
            –¿El Pípila? ¿Quién era?
            –Un barretero de las minas de plata. Se unió al levantamiento contra las tropas realistas. Mestizo, cabello negro y lacio, de complexión musculosa, fuerte, valiente. Tenía que serlo para levantar una losa enorme y pedir que se la ataran a la espalda. Eso contaban.
            –¿Con qué objeto?
            –La Alhóndiga de Granaditas. Se habían refugiado los militares españoles y familias importantes de la ciudad de Guanajuato. Intentaron su asalto pero era un edificio inexpugnable. ¡Qué horror! Aquel  final…
            –Pero hábleme de ese hombre, de El Pípila.
            –Se ofreció voluntario para tumbar la puerta de la Alhóndiga. Protegida de las balas su espalda por la losa de piedra, se acercó a la puerta con una antorcha y consiguió prenderla fuego. Así pudieron entrar los insurgentes.

            Ojos vidriosos, irredentos. Acaba de volcar una terrible carga que le ha estado sofocando toda la noche. Asediado por el  esfuerzo, cae exhausto en brazos del Doctor.
            –Ya está bien por hoy, D. Benito. Ahora necesita descansar.
           
            En su libro de recopilación el Doctor hizo ese día anotaciones subjetivas, deducciones médicas que podían estar ligadas a  trágicas experiencias  de su paciente. Llegó a conclusiones que, quizá,  pudieran explicar, al menos en parte,  su actitud y el menoscabo de sus facultades.
            Meditó profundamente sobre acontecimientos del primer tercio del siglo XIX. España ocupada por un invasor. Un pueblo sublevado que no quiere extraños en su territorio. Tierras americanas que tampoco soportan por más tiempo recibir órdenes de la metrópoli. Insurgentes derramando su sangre para expulsar a los que consideran intrusos, no merecedores de formar parte de la nueva nación que reclaman.
            Se afianza en la idea de que todo país o territorio con entidad propia defiende su independencia. Aquí podía estar el paralelismo y el conflicto profesional, ético y personal que, quizá, había llevado a D. Benito a perderse en desvaríos de su propia  nebulosa.
           
             Por boca del Coronel D. Manuel de la Concha debió saber el joven oficial de Granaderos de la matanza en la Alhóndiga de todos los allí reunidos, militares y civiles, y de la posterior muerte de los cabecillas de la insurrección: Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez, cuyas cabezas parece que fueron exhibidas  en lo alto del edificio. 
            Tanto horror para una mente llamada al estudio, la disciplina, la reflexión y el orden, debió sacudir su exigente conducta individual como un cataclismo.
            En cuanto a El Pípila, si tenemos que seguir la peripecia personal que narra la leyenda, o la Historia, batalló en las filas del ejército del cura Hidalgo. Dicen que murió del polvo y gases de la mina, a la que regresó a trabajar años después de acabada la guerra.
            Muchas horas de sueño y preocupación costaron al Doctor ordenar los dispersos ataques de verborrea de D. Benito, que siempre iban seguidos de graves crisis de postración. Pero acertó al aceptarlos como buenos, pues en sus ojos había visto saltar  chispas de vida después de años de opacidad y de andar su mente vadeando por realidades remotas.
                                   

            D. Benito de Sandoval, El Pípila. ¿Fueron reales estos dos hombres? ¿O solamente leyendas con olor a pólvora? Poco importa. Existen muy pocas verdades irrefutables.
             La Historia, esa sucesión de hechos que avanza en el tiempo, está forjada por individuos valientes, recios, inteligentes, de trayectoria conocida y laureada. También de héroes de leyenda y personajes anónimos, recónditos o innombrados, que merecen existir en el imaginario colectivo de los pueblos, para alimentar la llama de los valores verdaderos, aunque su huella ande embarrada en las tinieblas de la incertidumbre.




Publicado en Ediciones Irreverentes