“Año
de 1852, día 25 de noviembre. El oficial de Granaderos, D. Benito de Sandoval y
Lorca, de cuarenta y cuatro años de edad, ingresa en este Hospital Psiquiátrico
de Santa Isabel, en la Villa de Leganés, aquejado de anomalías de conducta y
pensamientos morbosos. Le internan sus sobrinos a la vista de su grave
deterioro mental. Venía prestando servicios en el Cuartel de las Reales Guardias Walonas
situado en esta misma Villa. Los datos
personales son aportados por sus familiares”.
Ese
mismo año, la Reina Isabel II, recién parida, sufre un atentado en el Palacio
Real de Madrid. Se encamina a la iglesia para bautizar a la infanta Isabel, “la
Chata”, hija de varios padres. La rígida armadura del corsé que sujeta sus
bamboleantes y rosadas carnes, le salva de morir apuñalada. Curiosamente, el
aprendiz de regicida es el cura Merino –nada que ver con ese otro cura Merino guerrillero
afamado de la Guerra de Independencia–. La Historia pasa de perfil por el
acontecimiento. Ya camina hacia La Gloriosa, rebelión que promoverá el derrocamiento
unos años más tarde de la soberana. Si el segundo cura Merino hubiera manejado
el puñal de manera más certera, quizás habría librado al país de buena parte de
los vaivenes políticos y de bragueta que acarreó su Alteza Real.
En
México también se viven tiempos convulsos. Se ha proclamado en Guadalajara el
Plan del Hospicio en contra del Presidente Mariano Arista, y a favor del
regreso al poder del General Santa Anna, de controvertida trayectoria política y
militar, unido en distintas ocasiones a realistas, insurgentes, republicanos,
liberales, conservadores… Pasó su vida dejándose seducir por el soportable
erotismo que provocan las diferentes adhesiones ideológicas, con el mismo ardor
y el mismo desdén que se experimenta al cambiar de amante. El pueblo, siempre sabio, se apercibió de la cara de dictador y
vendepatrias que se le iba poniendo. Repudiaron sus actos, y luego su memoria,
cuando acabó malvendiendo el estado de Texas a los gringos. ¡El hijo de la gran
chingada!
En
1808, cuando las tropas del general Murat entran en España, D. Benito apenas es
un muchacho de quince años. Las guerras y tratados con los franceses han
desatado la ira popular. España está en manos de las tropas francesas. El pueblo
de Madrid se ha sublevado. ¡Muerte a los gabachos! ¡Que vuelva Fernando VII”. Ya
tendrán tiempo de llamarle felón y mal nacido.
Al
otro lado del océano, en la ciudad de Guanajuato, México, el 28 de septiembre
de 1810 otra rebelión se ha consumado. Tropas insurgentes han tomado la
Alhóndiga de Granaditas, bastión fortificado de las tropas realistas. La guerra
se ha extendido por otras provincias.
Esta
es la escena política existente cuando el cadete Sandoval, alumno de la Real
Academia Militar de la Isla de León, es destinado a México en el año de 1814,
donde continúa la sublevación. Será la primera vez que entre en combate. Tiene
veintiún años y la Guerra de
Independencia contra los franceses se da por terminada. Ese mismo año, Francisco de Goya pinta dos cuadros que
reflejan el horror vivido en las jornadas del 2 y 3 de mayo en Madrid. Sandoval
debió llevar esas escenas grabadas para
siempre en su memoria.
A
su ingreso en el manicomio, D. Benito se muestra como un hombre adusto, huidizo,
taciturno, con episodios de desquiciamiento, en los que simula batallar y
perjura a voz en grito. Su pelambre entrecana, el desaliño en el vestir y la
osamenta queriendo salir del cuerpo,
hablan de años de abandono. Parece arrancar cristales de las entrañas al hablar
de sus vivencias. La cordura le ha abandonado en las revueltas de la vida.
Uno de los doctores va anotando todos sus
caóticos parlamentos. Son retazos sueltos, inconexos, pero llenos de brío y
aparente veracidad. Se propone restablecer un orden cronológico donde aparezcan
todos los sucesos más o menos encadenados.
Hay
interrupciones debidas a crisis agudas en las que el paciente rechaza todo
contacto humano. Su cabeza se convierte en una campana con un gran badajo
golpeándola sin piedad. Entonces entra en un estado de alejamiento involuntario
que bordea las esferas de la locura. Queda convertido en una sombra
desmemoriada.
–Resonaban
los cañonazos. Viví sucesos crueles, despiadados… ajusticiamientos…
–Siga,
siga, le hará bien.
–No
me acuerdo el año en que llegué a México. No se si podré darle detalles… mis
recuerdos estallan a fogonazos… como los cañones.
–No
se trata de relatar una crónica exacta de los hechos. Solamente cuente lo que
le atormenta; sacúdase de todo lo que le hace daño.
–Me
puse a las órdenes del Coronel… Manuel de la Concha. Sí, eso es, así creo que se
llamaba. Ya había ocurrido todo.
–¿Qué
es lo que había ocurrido?
–El
grito de …
–De
Dolores.
–Ya
veo que lo conoce
–Si,
claro, la noticia llegó a la Corte. El cura Hidalgo dando el grito de
independencia a la puerta de la iglesia parroquial de Dolores, un pequeño
poblado de Guanajuato, después de pronunciar el sermón. Corrió la noticia como
la pólvora. El virreinato de Nueva España empezaba a tambalearse, pero aquí
seguían gastando en lujos y fastos la plata que entraba por el Guadalquivir por
la gracia de Dios ¡Y todavía teníamos dentro a los franceses…!
–Yo
llegué unos años después. Yo, yo…. Yo era un oficial de su Majestad, ¿comprende?
Mi misión era sofocar los levantamientos que seguían produciéndose… ¡Oh, no!… este
dolor de cabeza… los ruidos… señor…creo que no voy a poder…
Luego,
el silencio vuelve a adueñarse del tiempo. El Doctor sabe que es un oficial
herido en acción de guerra. Los relatos entrecortados de D. Benito están
formados por pinceladas, confusiones mezcladas con certezas. Una historia apenas
hilvanada con el hilo de seda de su frágil memoria. Para poder ayudarle
necesita información fidedigna.
En
el cuartel de las Reales Guardias Walonas vive archivada la que pudo ser su
hoja de servicios. Cadete de la Academia Militar de la Isla de León. Participó con
valentía y honor en varias acciones de guerra en México. Herido en combate en
Veracruz, donde seguían produciéndose levantamientos, es trasladado a La Habana.
Regresa a España. Ninguna mención al deterioro que sufre su razón desde que recibió
el sesgo de una bayoneta. La cicatriz
dibujada en su cráneo es testimonio de los hechos. Se le asigna un puesto de oficial en las
dependencias de su antiguo Cuartel, donde es posible que impartiera clases de
táctica militar.
El
Doctor tiene delante de sus ojos, a juzgar por lo que ha creído averiguar, un oficial ejemplar: hombre cultivado, de
familia prominente y con una hoja de servicios impecable. Se impone a sí mismo
la misión de ayudarle para que afloren los momentos de espanto y consternación
que, hasta el momento, se niega a dejar salir a la superficie.
Inesperadamente,
después de una noche de intranquilidad y gritos desesperados, D. Benito se
presenta en el despacho del Doctor. Exige atención; los ojos son como lumbre.
Su reseca memoria ha logrado recuperar los despojos de un episodio antiguo que
le fue relatado cuando llegó a tierras mexicanas. Tiene prisa. Habla sin
interrupciones. Teme que se le extravíen las palabras. Pero no, esta vez suenan
precisas, cortantes, como si hubieran sido afiladas por su memoria.
–El
Pípila, fue El Pípila, sí, eso es. No me había vuelto a acordar de él hasta
esta noche. Su hazaña resonaba todavía, después de tanto tiempo…
–¿El
Pípila? ¿Quién era?
–Un
barretero de las minas de plata. Se unió al levantamiento contra las tropas
realistas. Mestizo, cabello negro y lacio, de complexión musculosa, fuerte,
valiente. Tenía que serlo para levantar una losa enorme y pedir que se la
ataran a la espalda. Eso contaban.
–¿Con
qué objeto?
–La
Alhóndiga de Granaditas. Se habían refugiado los militares españoles y familias
importantes de la ciudad de Guanajuato. Intentaron su asalto pero era un
edificio inexpugnable. ¡Qué horror! Aquel final…
–Pero
hábleme de ese hombre, de El Pípila.
–Se
ofreció voluntario para tumbar la puerta de la Alhóndiga. Protegida de las
balas su espalda por la losa de piedra, se acercó a la puerta con una antorcha
y consiguió prenderla fuego. Así pudieron entrar los insurgentes.
Ojos
vidriosos, irredentos. Acaba de volcar una terrible carga que le ha estado
sofocando toda la noche. Asediado por el
esfuerzo, cae exhausto en brazos del Doctor.
–Ya
está bien por hoy, D. Benito. Ahora necesita descansar.
En
su libro de recopilación el Doctor hizo ese día anotaciones subjetivas, deducciones
médicas que podían estar ligadas a trágicas experiencias de su paciente. Llegó a conclusiones que,
quizá, pudieran explicar, al menos en
parte, su actitud y el menoscabo de sus
facultades.
Meditó
profundamente sobre acontecimientos del primer tercio del siglo XIX. España
ocupada por un invasor. Un pueblo sublevado que no quiere extraños en su
territorio. Tierras americanas que tampoco soportan por más tiempo recibir
órdenes de la metrópoli. Insurgentes derramando su sangre para expulsar a los
que consideran intrusos, no merecedores de formar parte de la nueva nación que
reclaman.
Se
afianza en la idea de que todo país o territorio con entidad propia defiende su
independencia. Aquí podía estar el paralelismo y el conflicto profesional,
ético y personal que, quizá, había llevado a D. Benito a perderse en desvaríos
de su propia nebulosa.
Por boca del Coronel D. Manuel de la Concha
debió saber el joven oficial de Granaderos de la matanza en la Alhóndiga de
todos los allí reunidos, militares y civiles, y de la posterior muerte de los
cabecillas de la insurrección: Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez, cuyas
cabezas parece que fueron exhibidas en lo
alto del edificio.
Tanto
horror para una mente llamada al estudio, la disciplina, la reflexión y el
orden, debió sacudir su exigente conducta individual como un cataclismo.
En
cuanto a El Pípila, si tenemos que seguir la peripecia personal que narra la
leyenda, o la Historia, batalló en las filas del ejército del cura Hidalgo.
Dicen que murió del polvo y gases de la mina, a la que regresó a trabajar años
después de acabada la guerra.
Muchas
horas de sueño y preocupación costaron al Doctor ordenar los dispersos ataques
de verborrea de D. Benito, que siempre iban seguidos de graves crisis de
postración. Pero acertó al aceptarlos como buenos, pues en sus ojos había visto
saltar chispas de vida después de años
de opacidad y de andar su mente vadeando por realidades remotas.
D.
Benito de Sandoval, El Pípila. ¿Fueron reales estos dos hombres? ¿O solamente leyendas
con olor a pólvora? Poco importa. Existen muy pocas verdades irrefutables.
La Historia, esa sucesión de hechos que avanza
en el tiempo, está forjada por individuos valientes, recios, inteligentes, de trayectoria
conocida y laureada. También de héroes de leyenda y personajes anónimos,
recónditos o innombrados, que merecen existir en el imaginario colectivo de los
pueblos, para alimentar la llama de los valores verdaderos, aunque su huella ande
embarrada en las tinieblas de la incertidumbre.
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