sábado, 8 de enero de 2011

LA PELICULA DE SU VIDA

                   
         
LA PELICULA DE SU VIDA        
            El desasosiego le arrastra en forma de ráfaga hasta la pantalla de un cine de barrio. Es la tercera película que Frank verá esta semana. Es un habitual de los ciclos de cine negro. Desde su puesto de corredor de apuestas, Frank vive tensiones que necesita aliviar. Hay clientes difíciles; la gente del hampa apuesta siempre a ganar. 
            Billy, el acomodador, sabe su asiento preferido: fila catorce, butaca central.
            Marco urbano. Años cincuenta. La cámara planea sobre Manhattan. Un edifico de quince plantas. El portero limpia el pasamanos de la escalera. En la habitación del apartamento, un hombre convencional, al que Frank decide identificar como el  “tipo”,  se mueve inquieto en la semioscuridad. Se sienta, intenta leer. Desiste. Se sirve un wisky. Sobrevuela la escena el saxo de David Sanborn, uno de los músicos de culto de Frank y esto le hace sentir una primera aproximación hacia aquel tipo, que rezuma melancolía por sus apagados ojos, su calva de color oxido y sus asimétricas orejas. Se incorpora, baja el volumen del tocadiscos y hace una llamada telefónica.
            Frank se siente cómodo. Todo le resulta  familiar: esa forma de coger la pipa, sólo un cubito de hielo en el wisky, el sofá de skay rojo, el papel floreado de las paredes... 
            Una rubia de adelantados pechos y labios rojo pasión aparece en escena moviendo las caderas con desdén. Frank juraría que le ha guiñado un ojo. “ Estas juegan a tres bandas. Siempre aparecen asesinadas en ropa interior en la habitación costrosa de un motel”.  No le merece la pena desviarse de la acción principal. Prefiere seguir los movimientos del tipo.
            La conversación telefónica comienza a dar información que tiene que ver con el desenlace de la película. Por las evasivas se desprende que, al otro lado de la línea,  alguien pide explicaciones. Cuando empiezan las excusas, Frank se percata de que la historia, sorprendentemente, podría ser la suya propia. Y, a medida que la acción avanza, las situaciones se asemejan tanto a las que él está viviendo que son casi iguales, por no decir idénticas.
            Dos hombres entran en la sala. Se quitan los sombreros y se sientan a ambos lados de Frank. No quiere hacer ningún movimiento que denote que no le ha pasado desapercibida su mala catadura. Son profesionales de la extorsión y el crimen, seguro. Se arrellana en la butaca y fija su atención en la pantalla.
            Después de media hora de proyección, una inquietud insana se ha apoderado de Frank; le parecen imposibles tantas casualidades. “Esta historia no tiene misterios para mí: este tipo no tiene cojones para enfrentarse al presente y encarar el futuro. Es un ambiguo, un mierda. ¡ Si lo sabré yo! “.
            Su agitación llega al máximo cuando el tipo se introduce en un jersey a rayas grises, verdes y rojas exactamente igual al que él lleva en ese momento, salvo que los bordes de las mangas están deshilachados. “¿Quien es aquel infame?”. El corazón le va a estallar. Intenta reponerse de su estupor, pero sin éxito. Un sudor pegajoso de crecepelo le corre por la frente. Necesita hablar con alguien para sentir la realidad. Piensa en Billy, el acomodador. Pero no le ve sentado en la última fila, como otras veces. Ahora le viene a la memoria un detalle que, en su momento, le pareció extraño, pero que no supo encajar en la trama:  ¡Billy era el portero que limpiaba la escalera…! Claro, salía en las primeras escenas…
            Preso de una violenta agitación, Frank sale al vestíbulo. Tiene la boca seca. Pide una botella de agua fría y bebe con ansiedad. Se cuestiona qué hacer y piensa que lo mejor sería volver a su casa, pero la curiosidad por conocer más detalles le hace entrar de nuevo a la sala.
            La acción se centra en los muelles del puerto,  desiertos a esas horas de la noche. Se adivina un olor a herrumbre, salitre y cuerpos que no conocen el desodorante. Unos sujetos mal encarados están esperando. Frank lo deduce de las desajustadas posturas de sus cuerpos, de sus cortos e inquietos paseos. Son los mismos que ocupaban los asientos contiguos al suyo antes de que él saliera al vestíbulo.
            Cuando aparece el tipo, acorralado por esa situación desesperada que él sólo se ha buscado, hay un corto entrecruce de palabras:
            –Acércate, traidor, ¿dónde escondes el sobrante? –le increpa el hombre que parece liderar el grupo. Una pistola le apunta directamente a la entrepierna y el ganster se contonea con gestos provocativos y soeces.
            Frank se imagina la boca del cañón del arma como una sonda urinaria. “Ese tipo tiene que reaccionar… ¿A qué espera?, ¿a qué esperarías tú? “
            Una voz emancipada de su dueño comienza a dar explicaciones totalmente insuficientes; nunca podrán ser convincentes. Imposible esperar milagros de  hombres que no conocen la piedad. Ansioso por interceptar una mirada amiga, el tipo gira la cabeza en todas direcciones, pero el silencio y la nada dominan la escena.  Un forzado intento por salvar la vida le aconseja correr para alcanzar el embarcadero. Quizás… Pero una caja de arenques podridos se interpone en su camino.
            Frank cae presa de una excitación incontrolada. Sale definitivamente de la sala; tiene la amarga sensación de que le han sorbido la personalidad como si fuera un granizado de limón. Siente vómitos, náuseas… ¿Y ahora, qué? Necesita aclarar la ambigüedad que está viviendo.  Su sitio está en el lugar de los hechos.
            Las luces del centro de la ciudad se alejan y las calles se convierten en caminos degradados. “ Suerte que había un taxi vacío a la puerta del cine. Aquí estoy, no quiero que parezca que huyo de la situación… de mi situación”.
            El muelle está a la vista. Frank cree ver borrosas siluetas al final del callejón. Baja del taxi. Ruidos que podrían ser disparos resuenan en la noche. “No corras, es igual, sabes que el destino es una tela de araña. Has caído en ella por casualidad y el monstruo espera con sus mandíbulas asesinas a que desfallezcas, para aproximarse y dar el golpe mortal “. Pero este pensamiento se ha quedado prendido del pasado porque Frank,  al ver el brillo asesino de las armas de fuego, corre enloquecido hacia el embarcadero y, en una huida descontrolada, se lanza al agua.
            Solo al darse cuenta de que ninguna bala ha hecho blanco en su cuerpo, comienza a remitir el ataque de ansiedad. Unos descargadores ven la escena y corren hacia el lugar donde flota el sombrero de Frank. Le sacan chorreando aguas aceitosas.
            Las noches de noviembre son frías y brumosas. Se sube el cuello de la gabardina y avanza unos pasos convertido en un manantial, chapoteando en su propio destino.
            El taxi espera. Por el espejo retrovisor se vigilan los dos hombres. Es el taxista el primero en hablar. Escupe indignación:
            –¿Se ha creído que el taxi es una palangana?  
            –Disculpe… yo… esos hombres son… son sicarios del crimen. Puedo olerlos a millas de distancia y más si les he tenido sentados a mi lado…
            –No me cuente películas. Mientras usted se metía el chapuzón alguien ha venido con un aviso. Le llevo hasta la esquina del malecón, allí le espera un hombre. Son veinte dólares. Yo me largo.  Ah¡… y  recoja del asiento su sombrero, ¡parece una gaviota muerta!
            Frank sale del taxi. Una alocada exploración de periscopio le hace desenfocar los objetos; la amenaza flota en el ambiente. Tiene la impresión de estarse escuchando por dentro. “De qué te ha servido la zambullida? Está claro que has hecho una interpretación incoherente de la escena del puerto”.
            Un hombre asoma el cráneo oxidado por detrás de un contenedor y da unos pasos, desafiante.  Esos ojos submarinos, fijos, gélidos, solo pueden querer decir una cosa. Los dos conocen la historia del destino y la tela de araña.
            Es el tipo el que ahora habla con una voz  pesada, impersonal:
            –Acércate, traidor, ¿dónde escondes el sobrante?
            La cara de Frank echa fuego con el ardor de la urgencia en aquel anochecer enfermo de luz. Esa ausencia de actividad… la soledad del callejón de las bilis revueltas… el demonio de la certidumbre, todo le transporta a la butaca que ocupaba hace apenas unas horas, cuando aún mendigaba sueños. “¡Increíble, el tipo se ha deshecho de los gansters!  No debí marcharme sin ver el final”.
            Sabe que la contestación que va a darle no aguanta la más mínima prueba de condescendencia;  pero este es su papel.  Frank  reproduce el bajo personaje salido de las sentinas que lleva dentro. Aquellas escenas con las que, al principio, se sentía cómodo e identificado, ahora aparecen desprovistas de magia. Las miradas que se cruzan van cargadas de odio.
            –He transitado demasiadas veces la ruta de la muerte– contesta lacónicamente, queriendo dar a las palabras un significado profético.
            El tipo inmoviliza la acción que ya había iniciado, intentando interpretar  la frase como una clave para dar con el dinero. Pero, inopinadamente, en un intento desesperado por arrebatarle el revólver, Frank se abalanza sobre él como un gato neurótico.
            Un último disparo.   
            Frank se ha fijado  en la sombra escurridiza que proyecta el tipo en el suelo. ¡Hasta la sombra le ha robado ese usurpador! Su cuerpo se inclina como las varillas de un zahori. Un líquido rojo, viscoso y caliente, que cualquier principiante podría identificar, forma arabescos en las losas gastadas. Se palpa el costado. Su mano de cirujano brilla a la tenue luz de una farola. Un charco de sangre le está esperando. La caída viene sola. Su cuerpo se desploma hasta acomodarse a la opacidad que ha dejado aquel tipo dibujada en el suelo. Desde el pavimento,  pringoso de fluidos y porquerías portuarias, intenta levantar los brazos. La sangre ha empapado el jersey a rayas grises, verdes y rojas y corre por los bordes deshilachados de las mangas. El tipo, inclinado sobre su cuerpo, ha quedado fijado en su retina como un último fotograma. Pronto aparecerá: THE END.
            Con parsimonia, arrebujado en la gabardina salpicada de algas putrefactas, el tipo balancea un sombrero de fieltro gris que no deja de gotear. Se aleja con pasos rotundos, triunfantes. Antes ha escarbado con tenaz insistencia en el cuerpo de Frank.   En el  bolsillo interior del pantalón ha encontrado una chapa con la pequeña llave de la consigna de una estación de trenes. No hace falta ser el detective Marlowe para saber que allí se encuentra el sobrante. ¿O quizás no?
            Zapatos que escapan, el motor de un coche…  y otra vez la nada. 
            Con el último aliento, Frank alcanza a susurrar: “¡Qué difícil resulta a veces interpretar la propia película de tu vida”.

           
                     Publicado en Antología relatos de humor “El hombre que se ríe de todo”
                                              Ediciones Irreverentes

1 comentario:

  1. Si que resulta difícil interpretar la pelicula de tu vida. Me parece original el planteamiento. Un humor negro que da paso a una historia de usurpadores de personalidad. Muy conseguido.

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