sábado, 8 de enero de 2011

ENCUENTROS EN LA RED


 Aquella calurosa tarde de mayo la terraza  estaba completamente llena. Andrés esperó a que se desocupase una de las mesas y pidió un whisky.  Un rápido vistazo le sirvió para comprobar que con una prenda roja había  cuatro mujeres, -decididamente era el color de moda de esa temporada-, pero ninguna se acomodaba a la descripción que él buscaba.
             Eva llevaba diez minutos sentada en la única mesa que encontró libre, un poco esquinada  y con no demasiada visibilidad desde las mesas del fondo. Fue una media hora interminable, en la que Andrés pasó revista a todas las secuencias de su relación y sin saber exactamente por qué, en el último momento se generó en su ánimo una especie de desconfianza hacia todo lo que estaba viviendo
            Había salido de su casa con gran decisión. Sabía que si dudaba no acudiría a la cita y había llegado demasiado lejos como para echarse atrás. La cita era a las siete de la tarde en una terraza de la Plaza de Santo Domingo, en pleno centro de Madrid y, para que no hubiese duda, imprimió el plano con la localización según el callejero de Internet.
            Hacía ya un tiempo que la red formaba parte de su vida. Ahora todo podía cambiar justamente por los benditos contactos.  Andrés tenía cincuenta y ocho años, estaba divorciado y sin compromiso. Pertenecía a un club cibernético  que por una cuota mensual garantizaba contactos formales, pero de vez en cuando le gustaba navegar por su cuenta para ver cómo estaba el mercado.
            Desde hacía tres meses chateaba con una mujer a la que por fin esa tarde iba a conocer. En un principio fue todo formalismo: cómo te llamas, a qué te dedicas, cuales son tus gustos… Pero la persona que estaba al otro lado de la red era mucho más incisiva que él. Tenía treinta y dos años, trabajaba en una peluquería, le gustaba mucho salir, conocer gente, bailar… Ella misma se describía como animosa, resuelta y decidida.  Se diría que la iniciativa la llevaba ella, aunque no se sabía muy bien hasta donde pensaba llegar.
            La entrada  de Elvira en su vida  fue como un huracán. Conforme iba sabiendo más cosas sobre ella, la imaginación de Andrés volaba. Como norma, cuando iniciaba algún contacto, desde el primer intercambio de información, se quitaba diez años de encima pero, en ese caso, ante el ímpetu de esta chica, decidió jugar fuerte y se quitó quince. Si ella confesaba treinta y dos él tenía que pasar por tener cuarenta y tres.
            Eva era tenida por atrevida entre los amigos del instituto. Tenía diecisiete años y  le gustaba cultivar su imagen gótica. Se movía siempre en grupo pero, ocasionalmente, también hacía incursiones individuales en el mundo de las posibles amistades.  Ahora llevaba cuatro meses zambullida en los contactos por Internet y, además, usurpando la personalidad de su hermana Elvira. Se acostumbró pronto a los halagos fáciles, al juego ambiguo y realmente llegó a intrigarle  ese hombre maduro que la bombardeaba con mensajes, que le prestaba atención, que nada tenía que ver con los alocados chicos de su pandilla.
            Al principio fue un pasatiempo, luego una costumbre, pero últimamente se estaba convirtiendo en una obsesión: intercambiaban mensajes hasta cuatro veces al día. Los dos vivían pendientes de la pantalla.
            Esa tarde se le planteaba el problema de cómo iba a presentarse ante él y lo mejor que se le ocurrió fue seguir manteniendo la imagen que había adoptado al principio. Si, sería su hermana Elvira hasta el final.
 Dos horas estuvo Eva intentando por todos los medios aparentar más edad. Siempre pensando en qué se pondría su hermana para una primera cita, escogió algo atemporal: chaqueta y pantalón vaquero, una camiseta roja, -ésta iba a ser la contraseña-  y botas de tacón alto. Con las mechas rosas pintadas de negro, se alisó el pelo, lo recogió en un moño y completó su arreglo con unos pendientes largos. Muchas veces había visto a su hermana hacer lo mismo y a ella le gustaba el resultado: desenfadada, moderna, sin edad  precisa… como ella suponía que debía ser el aspecto de Andrés, más o menos. Un último vistazo al espejo: “la suerte está  echada, no puedo hacer más  ¡Dios mío, esta camiseta me va a estallar…¡ A partir de mañana ni un solo dulce. Vamos allá. Ah¡ el plano de situación…ya se me olvidaba".
A esa misma hora Andrés se estaba preguntando si daría la impresión de un hombre de cuarenta y tres años. Unos días antes se había teñido las canas, había comprado ropa juvenil y había cambiado de gafas,
 ¡ fuera modelos clásicos¡ Ahora tocaba estar en el mundo de la plena actualidad: camisa polo azul claro, pantalón blanco…. Se echó por los hombros una  juvenil cazadora beige, comprobó que llevaba el móvil, la cartera…Quizá fuesen a bailar, la gente joven …ya se sabe…Pensando en esa posibilidad se cambió de zapatos. Luego  buscó las gafas de sol y salió de su casa a las seis y media en punto. Tomó el primer taxi que pasó.
 Ahora Andrés observaba cómo una chica instalada en una de las mesas más alejadas  comprobaba algo en un papel. Instintivamente sacó el plano que tenía guardado en la chaqueta y lo extendió en la mesa para comprobar que las indicaciones eran correctas.
Un viento  huracanado  anunció de repente un cambio de tiempo. Cayeron algunas gotas y en pocos segundos comenzó a llover con fuerza. El público desalojó las mesas precipitadamente. En cuestión de minutos la terraza quedó prácticamente vacía.
Andrés se puso las gafas de lejos y, al levantar nuevamente la vista, sus ojos quedaron clavados  en aquella adolescente fofa llena de pirsins, con una camiseta roja , que le observaba aleladamente.  Un golpe de viento elevó los planos que ambos tenían sobre las mesas y los arrastró en un remolino hasta desaparecer de su vista.
“ Pero …no puede ser, pero sí…claro… la camisa polo azul…el pantalón blanco”. Eva contuvo la risa y pensó: “con este viento hasta el tupé se le va a volar al abuelete… o sea, que él también  se estaba tirando el moco…¡ Para que te fíes de los maduros interesantes! Esto es como para partirse el culo ...”
            Conscientes de la situación, los dos fingieron adoptar una  actitud de dignidad,  más teatral que otra cosa, y la mirada que se cruzaron iba cargada de un odio infinito. ¿Engaño?, ¿desengaño?, ¿ambas cosas a la vez?
      Andrés  acabó su segundo whisky, pagó la cuenta y despaciosamente encaminó sus pasos hacia  las calles bulliciosas. Necesitaba alejarse cuanto antes de aquel fracaso.
            Eva consultó el reloj y prefirió quedarse sentada unos instantes, hasta que Andrés desapareció de su vista. Sintió alivio cuando volvió la cara hacia arriba y la lluvia se llevó el espeso maquillaje.

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