martes, 17 de enero de 2012

GARE D´AUSTERLITZ


Los dos contemplaban ensimismados las aves de la pajarera de la Ménagerie del Jardin de Plantas de París, cuando, de repente, sus miradas se encontraron a través de plumajes y aleteos. Aquellas aves cautivas parece que les desvelaron el rumbo de sus vidas. Desde ese momento supieron que no volverían a separarse.
            Cuando salieron del recinto habían vivido el asombro, la timidez, la zozobra, la inseguridad… y hasta el espanto. Pero, a propuesta de él,  no cayeron en la vulgaridad de contarse sus vidas. Su encuentro tenía algo de mágico; conservarían el misterio como en un juego. Habría pistas, indicios, poco más. Un fuerte vínculo sin compromisos. Nada de direcciones, ni números de teléfono. Los impedimentos  pondrían a prueba su amor de cada día. Y, por supuesto, respetarían los mutismos, las ausencias, la falta de explicaciones. Únicamente quedó fijado el lugar de sus citas diarias: la pajarera del zoológico. –De acuerdo, la pajarera, repitió ella.
Y dedicaron el tiempo a explorar juntos la ciudad. No quedó rincón por saborear, aunque, claro está, sin fotografías. Frecuentaron selectos restaurantes y lujosos hoteles. ¡Ah! Aquellos paseos por el Bois de Boulogne, por los jardines del Luxemburgo, Le Marais, los bouquinistes… y las maravillosas puestas de sol sobre el Sena. ¿No parecían hechos para ellos?
El la confesó que  andaba perdido en conjeturas, sin dar con la razón por la que se encontraba ligado tan desesperadamente a ella. Era verdad que habían desechado las asperezas y las disonancias desde el principio, de acuerdo, pero esto no parecía suficiente como para haber creado ese lazo afectivo tan profundo. Ella tenía ya gastadas todas las interrogaciones; sin embargo afirmó que su  situación era perfectamente tolerable. Y se limitó a presentir la noche, llena de luna y estrellas. Una forma de admitir todo o no querer saber nada.
El único contacto con la realidad eran las extrañas llamadas que él efectuaba desde cabinas telefónicas. Jamás, de acuerdo con el pacto, ella se atrevió a preguntarle, ni siquiera a insinuarle, nada que supusiera querer saber algo de su vida. Se limitaba a esperar de pié, a unos metros de distancia.  Aprovechaba la ocasión para mirarle, embelesarse con su buena figura, sus elegantes trajes, su porte de hombre de mundo… Entonces es cuando exclamaba hacia su interior: “¡Es maravilloso, tengo un amante!”.
 A los seis meses, aquella relación volátil presentaba síntomas de agotamiento, según manifestó él. Le propuso cambiar de ciudad. Ella vislumbró una continuidad de su prodigiosa aventura. Aceptó al instante, bautizando el proyecto como “viaje a la felicidad”.
Cuando ella preguntó: “¿adónde vamos?”, a él se le marcaron  pliegues en el entrecejo.
–Perdona. Ya he olvidado el lugar que me dijiste…  A veces me ocurre, luego todo vuelve a la normalidad. Si, ya sé que no debo hacer preguntas pero…
–No te lo he llegado a decir, pero es un lugar fascinante. Y podría ser simplemente una escala. Lo tengo todo ultimado. Amor mío, confía en mí. Es lo único que te pido. De todo esto ni una palabra a nadie, ¿de acuerdo?
 Cada día era como una gota de rocío: liviana, delicada, renovándose con cada amanecer. Se recrearon con el juego de los azares, las coincidencias y los presagios.  Por eso no le importaron los signos de egoísmo o depravación que observara en el comportamiento de su “gran amor para toda la vida”, consciente de que estaba uniendo su destino al de un perfecto desconocido, al que llamaban poderosamente la atención los coches ostentosos y las joyerías.
            Quedaron citados en la estación de trenes para tres días después, a las 18,30 en el andén número 2. Cerca del Jardin de Plantas y del Sena, donde comenzó su idilio. El se ocuparía de todo.
            –Tienes que repetirme las instrucciones. No soy buena para memorizar.
            –No sigas. Tú eres buena para todo, lo supe desde el primer día que te vi. ¿Por qué crees que me enamoré tan perdidamente?  Déjame darte un beso, uno más, para volver a sellar nuestro mágico pacto. Se perdería el encanto si comentaras algo a tu familia, a tus abogados, a alguna amiga… no sé. ¡No me decepciones! Piensa en nosotros.
            –Esto es extraordinario. Dependo sólo de ti…
            –Yo también dependo de ti.
            Repetía las palabras “tengo un amante, tengo un amante”, cuando atravesó el umbral de su casa. Transitó por calles conocidas. Inesperadamente se internó por otra siguiendo la llamada del instinto. Leyó el nombre. No le evocó nada especial. Bordeó la tapia de una iglesia y desembocó en aquel gran edificio de piedra, una mole que le hizo detenerse a mirar. Era la estación de trenes de Austerlitz. Atravesó la puerta principal y se vio en un gran vestíbulo lleno de gente.
Sumergida de lleno en una de sus repentinas lagunas de memoria, en una absoluta nebulosa, a duras penas recordaba que esa tarde debía acudir a la estación. No conseguía concretar el motivo. Un zumbido de ruidos y conversaciones le aturdió de tal manera que corrió a refugiarse en un rincón de la sala de espera.
             El pánico se apoderó de su maltratada mente al darse cuenta de que no sabía lo que tenía que hacer. Un fuerte dolor de oídos le acabó aislando del mundo. Ocupó un  banco alejado, no quería estorbar. ¿Por qué se había puesto ese vestido floreado?, ¿adónde iba?, ¿por qué llevaba ese maletín tan abultado? Miró dentro. Había ropa, un neceser, dos cajas de pastillas ¿Todo eso le pertenecía? ¿Es que quizás debería haber tomado esas pastillas?  ¿Y esa gran cantidad de dinero en billetes? Miró hacia arriba como queriendo pedir explicaciones. Aquellas alegorías paganas pintadas en el techo retuvieron por un momento su atención, pero nada significaron para ella. Su mente era una nube de vapor en la que ni una brizna de cordura podía quedar fijada.
Un hombre enfundado en un impecable traje de alpaca gris perla y corbata roja, se palpó la pistola que llevaba en la sobaquera, hizo dos llamadas desde un móvil y, con el maletín fuertemente asido, recorrió por tercera vez el andén, preso de una gran agitación.            
            Había trazado su plan con tanta exactitud que no aceptaba la presencia del tren a punto de partir sin que ella hubiese aparecido. Aquel maquinado acuerdo de no intromisión le impedía apremiarla; desconocía su número telefónico.
             Ovillada en un rincón de la sala de espera, los codos apoyados en aquel maletín repleto de cosas ignoradas, la cabeza entre las manos, repetía: “Ya pasará, ya pasará, será como otras veces”. Miró hacia el andén y vio cómo dos hombres se identificaban y abordaban a un individuo con  traje gris de alpaca y corbata roja. Iban camino de la salida.  Vio desfilar por delante de ella a un hombre elegante, de buenas hechuras y un maletín exacto al suyo, pero no pudo relacionar el hecho con algo que pudiera afectarla. Si acaso, le pareció que los brazos de aquel hombre colgaban a lo largo del cuerpo con una pesadez de hierro, igual que los suyos en aquel momento.
           
 Publicado     Antología PARÍS relatos    M.A.R. Editor


                
Presentación en la Librería Tres rosas amarillas
  
                                       

1 comentario:

  1. He tenido la osadía de entrar a leer tu relato de la antología París directamente en tu blog. Me encanta París. Veo que lo ves con los mismos ojos con que lo veo yo. El final queda difuso, como las brumosas calles de París en otoño. Me ha gustado. ¡Que placer es escribir!
    Enhorabuena.
    Un abrazo.
    Enrique.

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