domingo, 29 de mayo de 2011

LA MUÑECA

                               
 
              Lo último que vieron sus ojos fue un campo verde de soja y un cielo azul despejado de nubes. Hanako volvía de disfrutar de un fin de semana en un campamento escolar cuando un camión que avanzaba en sentido contrario se empotró contra  el  autobús en el que viajaban los estudiantes de primaria, quedando su cuerpo atrapado entre hierros retorcidos.
            De acuerdo con el ritual, su madre había vestido a Hanako con un pequeño kimono blanco cruzado al lado contrario y había incorporado al ataúd sus recuerdos más queridos: cuentos, juguetes, diademas, pequeñas objetos que le habían acompañado en vida, además del kimono naranja con flores rosadas y el bonito obi o faja en tono beige que había lucido el año anterior por primera vez en la fiesta de la floración de los cerezos.
            Antes de ver en la urna funeraria el cuerpo de su única hija convertido en cenizas, Sakura arrebató de entre las manitas su muñeca preferida cuando ya todo estaba dispuesto para la cremación del cadáver. La imagen de su pequeña jugando con la muñeca, hablándole, cambiándole de vestido, incluso durmiendo en su mismo tatami, le hizo querer conservar aquella criatura de porcelana como algo con lo que aminorar el dolor de la pérdida.
            A partir del primer día la muñeca ocupó el lugar de su hija en la casa y en su corazón. Reproducía todos los actos que había visto realizar a su pequeña Hanako. Sin saber bien por qué, la farsa le producía consuelo.
            El marido veía repetida la misma escena todas las tardes cuando volvía de trabajar: Sakura arrodillada delante del improvisado altar en el que había colocado la urna con las cenizas de Hanako, su retrato, la muñeca y un jarrón con flores renovadas diariamente.
            Pero un día  Kado  encontró a su mujer pálida, desencajada, con el asombro instalado en las pupilas. Se mantenía de rodillas, doblado el dorso y balanceándose con un vaivén obsesivo de arriba abajo. Le miró sin verle. Ninguna explicación coherente pudo Kado obtener de su mujer. Permanecía en un hermetismo que, con el tiempo, se convertiría en enfermizo.
            Solo ella sabía lo que estaba ocurriendo.
            Todo empezó el día en que vio cómo el pelo de la muñeca había crecido. Pensó que era el dolor el que le hacía ver cosas extrañas. Como era su costumbre habitual, al  atardecer Sakura  cogió la muñeca, le bañó, peinó y le puso el pijama para ir a dormir. Al día siguiente comprobó que el pelo había seguido creciendo durante la noche. Esta vez se asustó. No solo el cabello de la muñeca llegaba ya hasta su cintura, sino que, comprobó con estupor, que era natural y además… ¡del mismo color y textura que el de su hija!
            Nada dijo de su descubrimiento. Sabía que su marido no veía con buenos ojos su complicidad con la muñeca y, tal vez, intentara apartarla de ella. Ya le había reprochado alguna vez su excesiva atención. No, no diría nada. Viviría el caprichoso milagro como algo perteneciente a su más profunda intimidad.
             El verano llegó húmedo y caluroso.  Era una buena disculpa para dejar el cabello corto al máximo; esperaba que dejando el cráneo pelado desaparecería el desatino. Pero el pelo seguía creciendo. Sakura lo cortaba una y otra vez… pero crecía y crecía. A partir del momento en que creyó estar segura de que se trataba del cabello de su hija, lo fue guardando en la valiosa caja de jade que había pertenecido a sus antepasados, junto a objetos y recuerdos de valor sentimental de tres generaciones.
            Así pasó el verano y también el otoño. En ese tiempo una idea había ido creciendo en su interior y comenzaba a devorarla. Su mente empezaba a presentar síntomas de trastornos. No quería separarse ni un momento de aquel fetiche. Ya no se planteaba siquiera que fuera un ser inanimado.
            Las clases comenzarían pronto. En aquella vorágine de pensamientos dislocados llegó incluso a confeccionar un uniforme de colegiala idéntico al de su hija y hasta respetaba los horarios de la escuela.  Por la mañana le vestía el uniforme, se despedía de ella, le instalaba en el pupitre del dormitorio y no le volvía a ver hasta la tarde, en que entraba en la habitación para cambiarle de ropa y seguir el ritual del aseo.
            El duro invierno mantuvo a Sakura más tiempo en casa, lo que hizo que se   dejara envolver cada vez más en su obsesión. Y un día llegó en que  la muñeca movió los ojos y los clavó en la madre. A partir de ese momento Sakura sentía cómo esos ojos de ágata oscura  le seguían a todas partes. Era una mirada exenta de cariño, inquisitiva, que parecía pedir explicaciones. Cuando vio lágrimas de rencor en esos ojos escrutadores supo que había caído bajo su dominio irremediablemente.
            Una noche oyó pasos, la madera crujía. Su marido dormía a su lado. Entonces, ¿Quién andaba por la casa a esas horas? Se levantó sobresaltada. La luna se filtraba por el ventanal del corredor formando sombras caprichosas. Entre tinieblas, la puerta del dormitorio de Hanako se abrió y en el umbral quedó recortada la silueta de su tirana. ¿Cuando y cómo había aprendido a andar? Aquella boquita entreabierta con una media sonrisa rígida se había convertido en una mueca de sarcasmo. Sakura dejó escapar un grito y corrió a refugiarse al lado de su marido. Los pasos se hicieron cada vez más tenues hasta desaparecer, pero la imagen irreal se mantuvo incólume en su mente.
            El monstruo progresaba; se iba adueñando de la casa, de las costumbres y, poco a poco, de la buena armonía del matrimonio. Sakura era consciente del deterioro. ¿Estaba sustituyendo a su pequeña por aquella muñeca que le había pertenecido? Quizá, simplemente, a base de rastrear en su dolor, había encontrado en aquel amuleto un sustitutivo para su pena, llevada de una gratitud enfermiza. Sin creer totalmente en la reencarnación, supuso que, el solo pensamiento de que su hija pudiera haberse introducido en el cuerpo de aquella muñeca, le aportaría cierta estabilidad emocional, sin darse cuenta de que tal hecho era aprovechado por la intrusa para imponer su dominio. Hasta tal punto que no había acción o iniciativa por parte de Sakura que antes no hubiera contado con la aprobación implícita de los ojos de aquel ser maléfico.
            Coincidió con el frio invierno, cuando se  refugian las gentes al abrigo del hogar y los espíritus se mueven por lugares inhabitados con más osadía. Una noche Sakura vio a través de la ventana de la habitación de su hija una figura sin pies, con amplios ropajes blancos y  las cuencas de los ojos vacías;  sobrevoló hasta encaramarse al alfeizar y acercó su deformado rostro a los cristales. La escena se repitió, siempre de noche, pero en lugares distintos: entre las sombras de la pérgola exterior, en los tejados de las casas cercanas, en la revuelta del camino del santuario…
             Una llamada a la puerta en una terrible noche de ventisca  hizo acudir a Sakura para ver quien era el visitante. Al abrir, la figura sin pies se arrastró a ras del suelo y fue a desaparecer entre los sauces del jardín. ¿Por qué llamaba a la puerta para luego desaparecer? ¿Venía a buscar algo que le pertenecía? ¿Era una llamada de atención sobre algo que ella no alcanzaba a comprender?     
            A la noche siguiente, cuando Sakura fue a despedirse de la muñeca, el tatami estaba vacio. Buscó por toda la casa sin resultado. Finalmente, del fondo de un armario llegaba lo que parecían gemidos seguidos de  una risa sarcástica. Con el miedo dentro de los huesos aplicó el oido y el ojo a la cerradura. Lo que vislumbró fue tan espeluznante que quedó petrificada: el fantasma intentaba abrazar a la muñeca y esta se defendía a dentelladas. En la oscuridad, unos ojos centelleantes iluminaban las dos formas. El armario se abrió repentinamente y la muñeca salió despavorida, con un objeto punzante en su pequeña mano, abriendo una gran bocaza y  profiriendo aullidos.  Llevaba dentro el odio de los homicidas. Sakura corrió, corrió… Aquel ser monstruoso le perseguía amenazándole con el arma. Definitivamente, se había convertido en su enemiga. En la alocada persecución fue a estrellarse contra la cristalera del jardín. La frente de porcelana se cuarteó en pedazos y el ventanal reprodujo un rostro desfigurado, abominable. Sakura intentó recomponerla a base de pegamento y paciencia, pero aquellas grietas no hicieron más que acrecentar la expresión de aborrecimiento. El juguete que había conseguido convertirse en torturador se negaba a volver a ser lo que era: un objeto de entretenimiento para la infancia. Ahora reivindicaba el lugar que había ocupado Hanako en la casa y en el corazón de sus padres. Y lo hacía empleando  métodos de terror.
             Cuando Sakura  decidió hablar con su marido sobre la aterradora situación que estaba viviendo comprobó que Kado no era ajeno a tales sucesos. Había oido hablar a sus padres y a sus abuelos de esa clase de seres fantasmales. Más valía no molestarles, siempre buscaban algo y era difícil adivinar el qué. Convinieron en observar con más atención si el fenómeno se repetía.
             En cambio,  decidió intervenir en cuanto a la presencia de aquella muñeca en su casa. Aun sin conocer el pormenor de los detalles, sabía del influjo malsano que ejercía sobre su mujer. Tuvieron una fuerte discusión y al fin se impusieron las razonables protestas de Kado.
            –Nuestra hija ha muerto. No consigues nada reviviendo el dolor en ese simple juguete que ha distorsionado tu espíritu. Has caído bajo un hechizo extraño y peligroso. Ejercita sobre ti una influencia perversa. Debemos eliminarla
            –¡No! Mi hija, mi pequeña Hanako. Los dioses me la han devuelto…
            –¡Calla, calla, Sakura, no te mortifiques! Hay que buscar una salida a todo este horror… Sé cual es tu dolor, pero estás traspasando los límites de la cordura y de la inteligencia. Comprendo que la pérdida de nuestra hija te haya podido trastornar al principio, pero ahora, con tu conducta, estás impidiendo que pueda dormir con serenidad el sueño eterno. Hace un tiempo que empezó a removerse en la urna y ayer han aparecido volcadas sus cenizas sin causa aparente. Las he devuelto al lugar que ocupaban, pero el fenómeno puede volver a repetirse. Has contrariado a los dioses y a los muertos. Tienes que aprender a respetar su recuerdo, solamente su recuerdo. Nunca debiste arrancar la muñeca de las manos de tu hija.
            Solemnemente cogió la muñeca del pequeño altar y la prendió fuego en un recipiente de metal con forma de campana.  La enemiga agitaba las manos, los pies, revolviéndose  con furia. A cada golpe, una campanada hueca anunciaba que la agresora estaba siendo castigada. El fuego cumplió su cometido cuando ya el sol declinaba entre las montañas situadas al oeste, aquellas que resguardaban la casa de los vientos invernales.
            En la noche, cuando  las cenizas eran solo un encaje frío, un resplandor blanco con forma de figura deshumanizada avanzó sin pies y envolvió con sus vaporosos ropajes la campana que contenía las pavesas. Los atormentados padres vieron cómo la tapa de la urna se abría y una lluvia de escoria era volcada en su interior. Se abrazaron sobrecogidos.
            Una observación minuciosa había convencido a  Sakura y a Kado de que, debajo de la hopalanda blanca, se adivinaba el borde de un kimono naranja con flores rosadas.

3 comentarios:

  1. Me ha encantado, está genial!!!

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  2. Apasionante. Muy conseguida la progresión desde un relato costumbrista y evocador hasta el relato de terror que sigue después. Sobre todo me gusta como has graduado la posesión de la muñeca con apariencia de locura, cuando realmente se nota detrás el dolor por la pérdida de la hija y el empeño en mantenerla viva en el recuerdo. Y en la mejor tradición japonesa del relato de fantasmas pero actualizado. Seguro que te gustaría Lafcadio Hearn (tiene libros publicados en Alianza, como KWAIDAN). Un saludo.

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  3. Más que una muñeca: es la conciencia colectiva de todo un país que conserva creencias ancestrales. Bien llevada la progresión de desvalimiento de la madre y la destrucción final.

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