domingo, 29 de mayo de 2011

UN PISO EN ALQUILER


            El paraguas describió medio círculo en el aire cuando Chelo lo rescató del fondo del armario. Cogió la gabardina al vuelo y salió con prisas. Su sobrina le esperaba en el portal de un edificio señorial en pleno barrio de Retiro. El cartel en un balcón del primer piso anunciaba:  SE ALQUILA.  
            El portero se presta a contestar algunas preguntas.
            –Si señora, el dueño ha muerto hace apenas tres meses. Ahora, su sobrino, único heredero, ha decidido alquilarlo. Eso no es lo que quería el señor. Él no quería extraños en su casa, pero… ya sabe.
            –¿Se alquila vacío?
            –Si, tienen muebles de mucho valor. ¿Cómo le diría yo? Pues como de tienda de antigüedades, para que me entiendan…  Se los llevan, eso seguro. Pueden subir ahora, está el sobrino del señor.
            Las dos mujeres son recibidas por el sobrino del difunto: un hombre delgado, de gran estatura y bigotito recortado. Unos ojos extraviados las miran a oleadas.
            Les anticipa que consta de un amplio vestíbulo, del que parten las piezas principales: el despacho, la biblioteca, salón y comedor. Un corredor al fondo y a ambos lados los dormitorios con baños privados. Dando a un patio interior está la cocina y la zona de servicio.
             Chelo hace una mueca de desagrado y advierte a su sobrina del olor tan rancio que produce una mala ventilación. En voz baja da su veredicto: “Huele a panteón”.
             Desde el vestíbulo, una puerta da acceso al despacho del difunto.  Comienza la visita. Salas con techos altísimos,  puertas que chirrían, ventanas que no encajan y  esa falta de luz…El recorrido se les hace interminable.
            Un reloj de pared da siete campanadas huecas que retumban contundentes, como siete sentencias. Sienten frío. Es un noviembre lluvioso.
            Se paran simulando contemplar el retrato de una dama. Aprovechan para intercambiar miradas y palabras.  
–No, no es esto lo que busco–   comenta la sobrina con disimulo.
 –Quita, quita. Traes aquí a tus preciosos niños y les crecen los colmillos. Esta casa es inhabitable. Vamos a echar un vistazo, por curiosidad. Ya que estamos…
            Al llegar a la biblioteca, Chelo fija su atención en unos libros que hay encima de una mesa escritorio.  El primero a la vista es “  Frankestein ”  de Mary Shelley. Lo coge con aire curioso.
            –¡Qué casualidad¡–  dice. Es el mismo libro que estoy  leyendo y, además,  la misma edición valenciana de finales del siglo XIX…
            –Si tú lo dices, que eres la experta en literatura – contesta su sobrina.
            –Chiss, baja la voz. Y además… mira… el marcador… Yo también dejé anoche la lectura en la página 70…
            –Anda, tía, tú y tus brujerías. Mira que te gustan los pálpitos  y las premoniciones.
            –Adela, Adela,… el de abajo… el de abajo… Nuestra Señora de Paris… Es el último que acabo de leer… que sí, que sí… ¡no me mires así¡  Esta casa necesita un repaso. Quiero decir que hay fuerzas extrañas que he estado notando desde que entramos. Seguro que tú ni te has dado cuenta, ¿verdad? Oye, vámonos de aquí. Anda, despídete del sobrino. Al fin y al cabo eres tú la que quieres alquilar. Mírale, allí quieto, parece una estatua candelabro.
            –Yo también estoy un poco agobiada.  Esto es como un museo con polvo de siglos… Y este tío,  glorificando todo…  con los ojos en blanco, como en trance. ¡Si supiera que estamos deseando marcharnos!
            Cuando salen a la calle todavía están sobrecogidas por aquel ambiente sombrío y cargado. Necesitan respirar aire más saludable. Deciden entrar en una cafetería. Al instante, Chelo se da cuenta de que ha dejado olvidado el paraguas en el vestíbulo de aquella casa. Se dirige a su sobrina:
            –Maldita la gracia que me hace, pero tengo que volver. Espérame aquí, no tardo nada.
             Es una vieja criada la que esta vez abre la puerta. Hace pasar a Chelo y va en busca del paraguas. Ella lo había dejado apoyado en un mueble del vestíbulo, pero allí ya no está.
            Ve cómo la criada desaparece con parsimonia por el largo pasillo hacia el interior de la casa. Unas palabras susurradas como una letanía llegan desde aquella dirección. Afina el oído. La biblioteca tiene otra puerta que comunica con el corredor del fondo. De allí provienen las voces apagadas.
            –¿Cuándo vienen los próximos?–  es la frase apenas audible.
            –Dentro de dos días. Eso dijo su sobrino. Ella está viuda desde hace ocho años…
            Llena de curiosidad, Chelo asoma la cabeza por la puerta entreabierta de la biblioteca que da al vestíbulo. Se adentra unos pasos. Con asombro, comprueba que los libros han desaparecido de encima de la mesa. Su lugar lo ocupa ahora una fotografía de boda. Tiene que taparse la boca para no lanzar un grito.
             Sale al vestíbulo aturdida, murmurando: ¡la viuda, la viuda es la próxima visitante del piso! Y se encontrará con esa fotografía rancia… ¡qué espeluznante¡
            Se escuchan pasos por el corredor. Suenan como sacos de arena arrastrados por el suelo de madera.  A los pocos instantes aparece la vieja criada de cara cenicienta. Trae su paraguas entre las manos de venas abultadas, como ríos con afluentes.
            Ya tiene el paraguas, ya pasó todo. Sale a la calle y aspira profundamente.  “¡Hasta el aire parecía estar húmedo en aquella casa!”
             De vuelta a la cafetería, Chelo cuenta atropelladamente a su sobrina el incidente de la fotografía. Increíble.  A menos que lo que pretendan sea justamente…
            –Sí que es raro. Gente extravagante. La casa parece el tren de la bruja, sólo faltan los raíles. Y no hablemos del sobrino: ese no tiene un pase. Con el pantalón de montar a caballo y las zapatillas con escudo… ¡vaya figurín!
            –No te desanimes. No es tan fácil encontrar un piso en alquiler.
            Un té rápido y unas palabras de despedida. Quiere llegar a casa pronto.
            Deja la gabardina y el paraguas encima de una butaca y lo primero que hace es comprobar que sus libros están en la librería, en el mismo lugar y en el mismo orden en que ella los dejó. Respira aliviada: todo ha sido una coincidencia… o una alucinación. Coge el libro de Mary Shelley. Lo mira, lo abraza, desliza su mano por la portada casi con arrobo. Ya ocupa de nuevo su lugar en la estantería. Pero algo llama su atención: una nota, apenas perceptible, sobresale en la página número 70. Escrito con letra irregular e insegura se podía leer: 
                           “Nunca fue mi intención interrumpir su lectura”
    
Finalista Premio “La maleta del Tio Paco” 2010               

1 comentario:

  1. A pesar de que ha pasado un año, recuerdo perfectamente tu relato... ¡Fantástico!

    ResponderEliminar