domingo, 29 de mayo de 2011

VIAJE A FLORENCIA



            No era el típico turista despistado que brujulea al socaire de lo que ofrecen las agencias de viaje. Podía suponérsele una falta de información, es cierto, pero yo advertí en cada uno de sus movimientos y expresiones un halo de algo parecido al misterio que me llevó a prestarle especial atención.
            Eso fue algo más tarde porque, al principio, simplemente me limité a ayudarle en lo que se suponía un desconocimiento de la ciudad.
            Yo había llegado a Florencia el día anterior, tiempo suficiente para estar centrado en lo que quería hacer y en los puntos de interés que deseaba visitar.
            Salí temprano de casa, quería aprovechar el día. Con un plano de la ciudad en la mano, me encontraba a la altura del mercadillo que antes había sido lonja del trigo, cuando escuché a mi espalda  una sonora voz que me asaltaba para preguntarme por la Galería de los Uffici. Casualmente nos dirigíamos al mismo lugar, por lo que me ofrecí a brindarle mi compañía.
            Era un hombre joven, de cuerpo bien formado, ondulada melena, rasgos suaves y mirada melancólica. En el trayecto tuvimos tiempo de intercambiar algunos datos personales. Venía de Budapest. Su familia era de ascendencia florentina y visitaba por primera vez la ciudad. Había llegado la noche anterior en un tren procedente de Umbria donde había seguido cursos de literatura italiana medieval. Era escritor y se llamaba Laszlo. Se proponía tomar notas y obtener información con el fin de escribir un libro de viajes sobre Italia.
            Le puse en antecedentes de mis planes inmediatos. Permanecería una semana en Florencia y luego tenía pensado hacer un recorrido por Toscana y el Lacio, para acabar en Roma donde trabajaría en colaboraciones con una editorial durante seis meses. Soy profesor de italiano. Quizá esto hizo que sintiera una primera aproximación hacia aquel hombre: los dos jugábamos con las palabras, eran nuestra materia prima.
            En el trayecto le comenté las ventajas de los billetes on line; con la hora asignada el tiempo se aprovechaba mucho mejor. Estuvo de acuerdo. El también  había obtenido el billete a través de Internet. Eso quería decir que no solo llevábamos el mismo camino sino que utilizaríamos la misma puerta de entrada y control.
            Un poco antes de llegar dudó sobre la posibilidad de que hubiera servicio de consigna en el museo.  Llevaba a la espalda una pesada mochila de viaje. Según me dijo, se había encontrado con la desagradable sorpresa de que no tenían habitaciones disponibles en el hotel que había contratado. Provisionalmente le habían acomodado en la habitación de otro hotel de la misma cadena con la promesa de que al día siguiente le asignarían la que realmente tenía reservada. El único inconveniente es que no podía ocuparla hasta las doce del mediodía. Ese era el motivo por el que andaba cargado con la mochila. 
            Nos despedimos en la entrada. Yo comencé la visita sin separarme de mi libro de viajes y él se quedó depositando su equipaje en consigna, que resultó ser obligatorio por razones de seguridad.


            Los hoteles en el centro de Florencia tenían un precio excesivo para mi presupuesto por lo que me había decidido a alquilar un pequeño apartamento en la Calle Güelfa, a unos metros del Mercado Central y muy cerca del casco histórico.
            Todos los trámites los había hecho por Internet. Hablé varias veces con quien yo  suponía dueño del apartamento. Se llamaba Stefano. Cuando llegué a la dirección indicada él ya me esperaba en la puerta. Antes de cruzar, desde la acera de enfrente, pude comprobar que se trataba de un palacio antiguo de tres plantas,  con grandes bloques de sillería en la parte baja de la fachada y ventanas con rejas de hierro forjado. Una pesada puerta de madera daba acceso al portal.
Aquel hombre me saludó con la sabida espontaneidad italiana y nos adentramos en la penumbra de un amplio portal. A solo unos pasos, a la derecha, otra puerta, también de madera maciza, con forma de arco, daba acceso al apartamento que yo había de ocupar. En la parte central una escalera con pasamanos de piedra tallada se perdía formando un círculo hacia los pisos superiores.
            Ante mi cara de fascinación por el edificio, Stefano me explicó los pormenores de lo que había de ser mi alojamiento.
            –Este palacio pertenece a una de las grandes familias de Florencia.  En la actualidad, todo el primer piso lo ocupa el único descendiente directo, un hombre maduro, con el que más vale llevarse bien.
            –Entonces, ¿los demás pisos están vacíos?
            –Si, ahora quiere dividir el edificio en viviendas individuales y venderlas a particulares… ya sabe. Es muy caro el mantenimiento de estos edificios antiguos
              Por este motivo el edificio estaba en obras. La única vivienda acondicionada  era la que yo había  alquilado.
            –Este apartamento era el alojamiento del cuerpo de guardia del palacio en tiempos muy, muy antiguos.
            . . . . . .
            –Lo hemos ocupado como porteros mi mujer y yo. Nos hemos mudado a un barrio más moderno. Conseguimos del señor que nos lo cediera a condición de que sigamos desempeñando las tareas de limpieza del portal y las escaleras… y también la reparación de los pequeños desperfectos, que nunca faltan en una casa tan antigua.
            –Ya entiendo.
            –Ha accedido a que podamos alquilarlo, sin que esto represente ningún derecho legal sobre el piso, naturalmente.
            –Parece razonable. Está situado estratégicamente. No creo que les falten clientes.
            –No, tiene razón. Y, además, procuramos que los viajeros se encuentren cómodos.
            Todo esto amenizó la conversación durante los primeros minutos aunque, por los restos de material de construcción que vi apilados en el fondo del portal,  pensé que aquel hombre me estaba advirtiendo de posibles molestias por las obras que se estaban realizando.
            Stefano abrió la puerta del apartamento y observé, sorprendido, el juego de cerrojos y bisagras de la parte interior: parecía un laberinto de protección de los utilizados en los cerramientos de cofres antiguos.
            Comprobé que todo estaba limpio y en orden: los electrodomésticos, el baño, el agua caliente, los utensilios de cocina. Me entregó las llaves del portal y del apartamento. Yo las dejaría encima de la pequeña mesa del comedor cuando abandonara la casa. Pagué la parte de alquiler que quedaba pendiente después de hacer la transferencia de la reserva y nos despedimos. Ese fue mi único contacto con Stefano.
            Me instalé en la habitación principal. La razón es que daba a un patio interior y supuse que no habría ruidos durante la noche. La más pequeña tenía una gran ventana a la calle, con contraventanas de madera similares a la puerta de entrada, a pesar de lo cual se oían las rodadas de los coches y las voces de los transeúntes.
            La decoración y el ambiente pretendían ser “florentinos”. Un cuadro con dos angelitos en la cabecera de la cama y, cayendo desde el techo, unas colgaduras doradas de gasa recogidas a los lados con unas aparatosas borlas de seda.
            La colcha y los almohadones eran de un adamascado granate, digno del jubón de un noble. Completaba la decoración un armario de unas dimensiones desproporcionadas lleno de mantas y edredones y un sillón de respaldo alto que parecía  sacado del inventario de un obispo. Una mirada más detallada me hizo fijar la atención en la pared que ocupaba la ventana. Formando un triángulo, bordeado de una cenefa a modo de marco, se había conservado una parte de pintura al fresco. Me acerqué para mejor apreciarlo y quise adivinar un rostro desdibujado por el tiempo. Calculé que habría sido descubierto al hacer las obras de acondicionamiento y quisieron conservarlo como vestigio de antigüedad.
            Me acosté temprano. Había sido un día duro: primero el viaje y luego la caminata de toma de contacto con la ciudad.  Para el día siguiente tenía un programa apretado.

            Al llegar a la sala segunda del museo, la que contiene los tres magníficos altares góticos, volví a encontrarme con el viajero húngaro. Coincidimos en las apreciaciones y acordamos continuar la visita juntos. Me pareció que se movía con una excesiva seguridad, teniendo en cuenta que era la primera vez que veía el museo y no llevaba ningún tipo de folleto o guía; sospeché que, previamente al viaje,  se  podía haber hecho con información detallada.
            Llegamos a la sala en la que se exhibían cuadros del quattrocento florentino. Después de admirar aquellos lienzos magníficos de Botticelli, Lippi, Verrocchio, noté que Laszlo fijaba excesivamente su atención en uno de Ghirlandaio titulado “Madonna entronizada con santos” (1484). Es más, diría que su expresión era la de alguien que ha encontrado lo que busca. Temple sobre tabla. Una composición armónica y de un colorido asombroso. La Madonna con el Niño en brazos, dos santos o doctores de la Iglesia arrodillados ante ella en un primer plano y dos figuras alegóricas jóvenes,  un hombre y una mujer, uno a cada lado, formaban la principal escena. Al fondo aparecían personajes secundarios. Realmente merecía una parada especial.
            Pero no era la composición completa lo que paralizaba a mi compañero de viaje. Sus ojos estaban clavados en el caballero joven que vestía calzas rojas, armadura de medio cuerpo y empuñaba una espada en la mano derecha dirigida hacia el suelo; ocupaba el lado izquierdo de la escena. La curiosidad hizo que yo también fijara mi vista en aquel joven ¿Sería algún personaje histórico?  Era sabido que las personas influyentes de Florencia, en un alarde de protagonismo y poder, gustaban de aparecer formando parte de cuadros alegóricos o religiosos. Ghirlandaio, por su parte,   utilizaba esta usurpación para dar realce y prestigio a sus propias obras.  
            Mientras Laszlo miraba ensimismado la figura del joven, permanecí a su lado esperando una explicación, aunque solo fuera por el hecho de que había sido su acompañante durante  todo el itinerario.
Me miró con ansiedad y me hizo una pregunta en apariencia insignificante
-¿Has oído hablar de güelfos y gibelinos?
–Si, claro. No puedo extenderme, pero sé que eran dos familias de Florencia  enfrentadas. No me digas que has visto alguno…
–No tiene nada de particular. Esas estirpes poderosas siempre dejan vestigios, rastros, memoria.  Solo hace falta saber o poder reconocerlos.
–Te estás refiriendo al joven del cuadro ¿no es cierto?
–Exactamente, es un miembro de los Tornabuoni, una familia güelfa de ricos comerciantes.
–¿Güelfa has dicho?  Precisamente así se llama la calle donde yo estoy alojado, en el centro antiguo de la ciudad. Pero, estás hablando de hace siglos…
–No por eso deja de ser un Tornabuoni –dijo con una sonrisa indefinida.
–Sí, en esta ciudad surge un pedazo de historia de cada rincón. Por eso tiene este hechizo tan especial.
–Está bien definido: historia y hechizo. De acuerdo.

Acabada la visita a los Uffici y de común acuerdo,  trazamos una circuito lógico para seguir un orden en nuestra ruta. Cruzamos el Ponte Vecchio entre la algarabía de tiendas, turistas y la magnífica vista del Arno. Queríamos llegar a ver con todo el esplendor de la luz del mediodía la Basílica de Santa María Novella.
Más tarde recordaría que el itinerario lo forzó Laszlo. Mostraba un interés especial por visitar esa iglesia. No tuve inconveniente en ceder a su deseo.
El paseo reunía todos los alicientes para sentirse afortunado de recorrer la ciudad. El ambiente soleado, placentero, el rumor de la gente, el olor de los pequeños mercados, los monumentos… los vestigios de un pasado único en la historia de la humanidad, me hacía revivir escenas leídas y reproducidas en libros de arte de aquella Florencia del Renacimiento que asombró al mundo por su pujanza financiera y artística.

Llegamos a la explanada de Santa María Novella con el alma dispuesta a absorber todo lo que sabíamos que podía proporcionarnos. Yo me llevaba aprendida la lección para así poder apreciar más los tesoros cuando los tuviera delante. Estaba deseoso por ver los frescos de los grandes maestros. Cuando miré a mi compañero de viaje vi en su rostro la misma expectación.
Su reacción, cuando se vio dentro de la iglesia, fue parecida a la que tuvo en la Galeria de los Uffici. Avanzó directo hacia una de las capillas y, cuando me coloqué a su lado para observar lo que parecía su descubrimiento, me encontré con el individuo hermético, absorto, deslumbrado que ya conocía.
Allí estaban también los mismos personajes, los mismos elementos. Se trataba de la capilla que mandó construir Giovanni Tornabuoni, comerciante, banquero, mecenas de las artes y aliado de los Medicci. El sublime Ghindarlaio se encargó de magnificarla con sus incomparables frescos. El mismo Giovanni pasó a la posteridad como parte de una de las escenas religiosas.
Como ocurriera en el museo de los Uffici, no era tampoco la capilla la que retenía su interés. Era un fresco en concreto. Observé el cuadro siguiendo las indicaciones de mi libro de viaje y comprobé que se llamaba “La anunciación del ángel a Zacarías”, pintado entre 1485-1490. Era un cuadro elegante y trabajado hasta la perfección. Y dentro del fresco, su mirada había quedado monopolizada por un grupo de caballeros situados a la izquierda, formando una escena por sí mismos. Ante la insistencia del húngaro por quedarse con el más mínimo de los detalles de aquellos hombres de alta dignidad, decidí seguir mi visita por separado.
Al cabo de la medía hora, estando yo paseando por una nave lateral, después de haber recorrido las demás capillas, el altar mayor, los detalles interiores y hasta el tipo de turistas interesados en aquellos magníficos frescos, apareció mi acompañante preso de un nerviosismo y un temblor, a todas luces injustificados. Nunca vi que la belleza pudiera llevar a estados de enajenación tan manifiestos. 
Tampoco esta vez estaba dispuesto a prestarme al juego. Empezaba a tener sospechas de que, o bien adoptaba una especie de afectación que utilizaba en momentos estudiados o, en el peor de los casos, ese estado tan anormal  me estaba empezando a dar pié para pensar en que algo imprevisible estaba ocultando.
Salimos al claustro. Su ansiedad pareció remitir. Ya en la calle volvió a ser el ameno compañero de viaje de la mañana. Seguía cargando su pesada mochila y le ofrecí recalar en mi apartamento que se encontraba a corta distancia. Accedió gustoso.
Una vez hubimos llegado y, pensando más detenidamente en la situación de aquel viajero, le insistí en que ocupara la habitación vacía, si no tenía inconveniente. Accedió a condición de pagar parte de los gastos y la solución me pareció razonable. Ya pasaría por su hotel para dar explicaciones que fueran convincentes.
Recorrió la casa con la percepción y el olfato de un felino. Se notaba, a todas luces, que buscaba algo, qué sé yo… quizá elementos para el libro que estaba escribiendo. Es cierto que el caserón-palacio llamaba la atención de cualquiera y más de alguien que visitaba por primera vez Florencia.
Más tarde comprobaría que no fue casual nuestro encuentro como me hizo creer. Para entonces ya era demasiado tarde.
Por mi parte, debo reconocer que despertó mi interés desde el primer momento  la forma elástica de sus movimientos de hombre refinado que, unido al modo displicente de pronunciar el italiano, alertaba, quizá, de una ligera incomodidad por algunos modos o expresiones  poco refinados de las gentes de aquella ciudad y cierto desprecio en las apreciaciones. Sus opiniones no tenían nada de ignorantes, por más que quisiera darles un aire de novedad o desenfado.

Dejó su mochila, única pertenencia, y salimos a cenar a una trattoria que estaba en la misma calle, a unos metros de nuestra residencia.
Fuera por el buen ánimo que yo mostraba, por el chianti o porque se había resuelto tan favorablemente su problema de alojamiento, el caso es que estuvo afable, animado, conversador, como no lo había estado en ningún momento del día.
Hablamos de nuestros proyectos. Ya le había comentado que era profesor licenciado en filología italiana, pero no que, además, era traductor múltiple de italiano y conocía algunos de sus dialectos más antiguos.
–Ah¡, pero eso es fantástico –exclamó. En mi familia todavía se habla un dialecto de Toscana.
Parecía sorprendido gratamente. Ese detalle le llevó a ensoñaciones y hasta, incluso, a tararear algunas canciones populares. Me habló de sus antecesores florentinos hasta donde él recordaba y yo, admití de buen grado, sin duda bajo los efluvios de aquel buen vino, la versión de todos sus recuerdos familiares, que aparecían mezcladas con episodios históricos y con patrañas absurdas. Fue una amena descarga sentimental. Yo, en su lugar, habría hecho lo propio.
Volvimos pasada la media noche y nos retiramos a descansar después del ajetreado día.
A las tres de la mañana oí unos golpes  que bien pudieran provenir del fondo del portal o de las escaleras. Deseché la idea de que fueran ruidos debidos a las obras que se realizaban en la casa, imposible a esas horas de la madrugada. Era sábado. Pensé que algún borracho se había introducido en el portal de alguna manera artera y se estaba dedicando a alborotar. Decidí quedarme en la cama. Pero al cabo de cinco minutos volvieron a retumbar los golpes. Esta vez me levanté. Iba descalzo y las baldosas estaban heladas. A través del pequeño ventanuco enrejado de la puerta de entrada y con la escasa luz que se filtraba por la puerta entreabierta de acceso al portal, vi una sombra. Como en un susurro oí cómo alguien pronunciaba un nombre: Lorenzzino… Lorenzzino
 Me esforcé por ver de quien se trataba y qué ropaje extraño llevaba. Apagué la luz de la casa para hacer resaltar la silueta que se recortaba en el portal. Ahora podía ver con más nitidez. Aquella sombra se despojó de una capa corta y un bonete y los arrojó al suelo. Un grito se ahogó en mi garganta. ¡Era un hombre transparente!  En una fracción de segundo acudieron a mi mente las clases de anatomía del colegio; aquellos maniquíes desmontables en los que se podía ver el interior del cuerpo humano; en este caso el corazón  estaba atravesado por lo que parecía un fino estilete. Acto seguido desaparecía escaleras arriba.
Encendí una lámpara de pié, necesitaba ver que la realidad continuaba estando en aquella casa. Fui a la cocina y estaba bebiendo un poco de agua cuando, en ese justo momento, se apagó la luz para volver a encenderse a los pocos segundos. Esta operación se repitió cuatro o cinco veces por un tiempo cuya duración no sabría precisar.
Tengo que reconocer que sentí pánico. No, no estaba soñando: mis pies estaban helados y en la casa no advertí ningún cambio. ¿Quizá era una forma de atraerme hacia el exterior de la vivienda? Me volví a la cama como quien busca un refugio en una noche de ventisca. Pero, al pasar por la habitación de Laszlo tuve un nuevo sobresalto al comprobar que estaba vacía. La cama aparecía intacta, su bolsa de viaje estaba abierta y la escasa ropa estaba esparcida por la habitación. Daba la sensación de una salida apresurada.
La curiosidad, y también cierta indignación por su escapada, me llevó a querer saber qué llevaba en aquella mochila. ¿Quién era realmente? ¿Sería cierta la versión que me había dado de su vida? ¿A quien hospedaba en mi casa?
Si su propósito hubiera sido crearme desconcierto, tengo que reconocer que el éxito había sido rotundo. Me decidí a indagar en su mochila. Sus pertenencias eran escasas: un par de pantalones, alguna camisa, un neceser de aseo, una revista y…en el fondo encontré algo diferente. Era un plano antiguo de Florencia, un árbol genealógico con miniaturas y escudos bellamente decorados y…en un bolsillo interior lateral unos papeles amarillentos de siglos, escritos en un italiano casi ininteligible. Ante este hallazgo empecé a pensar que me hallaba ante algo cuya comprensión se me escapaba. No era posible que aquel húngaro viajara con aquellos documentos como si de un magazine semanal se tratase.
Los examiné con fruición. Se trataba de documentos que hoy llamaríamos notariales. Varios folios, escritos en dialecto florentino medieval con una exquisita letra gótica,  ponían a prueba mis conocimientos lingüísticos. En ellos se ordenaba de una forma explicita la prohibición de vender o deshacerse del palacio de la calle Güelfa. Jamás debería caer en manos extrañas. Las propiedades en tierras habían pasado  a manos de la Iglesia a condición de levantar monasterios para mayor gloria de Dios y la familia. Las joyas, mobiliario, objetos de valor, obras de arte, habían sido entregadas al Papado para  exhibirse en los Museos Vaticanos.
Volví a oir ruidos en el portal y nuevamente me aproximé a la puerta. Un hombre traspasaba la puerta de salida, cerrando tras de sí cautelosamente.
¿Se justificaba una pesquisa más concienzuda por mi parte o, por el contrario, debía desentenderme de un asunto que en nada me afectaba? Involucrarme más a fondo podía significar arrostrar consecuencias y hasta peligros desconocidos para mí.
Intenté pasar revista a los hechos para ver la forma de encajar lo que estaba viviendo en las últimas veinticuatro horas.
Había conocido a un hombre, con el que había convivido unas horas. La primera pregunta que me hacía era si el encuentro había sido casual o provocado, vistos los últimos acontecimientos. Reconocí haber tenido la impresión de un halo misterioso alrededor del personaje… Luego vino su  interés primero, y su abstracción  después, al contemplar los cuadros de Ghirlandaio… La habilidad para hacerme sentir en la obligación de ofrecer mi casa, después de verle todo el día transportando la voluminosa mochila… Su insistencia en que el hotel quedaba muy retirado del centro y que no tenía ningún compromiso, puesto que no habían cumplido lo acordado. Había dejado pagada la noche anterior y se sentía libre de obrar por su cuenta… La desenvoltura que había demostrado al entrar en el apartamento… Con todos estos detalles intentaba enhebrar una historia que me sacara del marasmo en que me encontraba. Quería encontrar una señal lógica;  los papeles que encontré en su bolsa de viaje tampoco ayudaban. Es más yo diría que le daban un punto más de irrealidad.
Me arrebujé en mi anorak, me calcé y estaba intentando llevar un punto de cordura a mi mente cuando me apercibí de otro fenómeno que, reconozco, me había pasado inadvertido hasta entonces. En el trozo de fresco conservado en la pared de mi habitación en el que, hasta entonces, solo acerté a vislumbrar unas manchas difusas, se dibujaba ahora, nítidamente, un rostro. Me acerqué preso de una agitación que apenas podía controlar. ¡Era Laszlo! Aparecía ataviado con ropajes color bermellón al estilo florentino de la época del Renacimiento, y a la cabeza llevaba un bonete con colgadura lateral de color verde oscuro. Un estilete con trabajos de orfebrería reposaba en una mesa junto a un mapa. Abajo se leía con claridad  Ludovico Tornabuoni 1489 ¿Qué especie de embrujo me envolvía? ¿Por qué tenía que ser yo el testigo de tan prodigioso suceso?
Solo tenía la opción de marcharme de Florencia o avisar a la Policia de que algo extraño ocurría en aquel palacio. Luego, en un acto temerario, decidí que había una tercera posibilidad: subir las escaleras, por las que había transitado aquel espectro.
Stefano me había dicho que el primer piso estaba ocupado por el dueño. Según los papeles retorcidos y carcomidos por el polvo que yo había encontrado entre los efectos personales del húngaro, el palacio debía seguir en manos de un descendiente directo. Existía una condición insalvable: no podía deshacerse del palacio. Nada más sabía del lugar donde me encontraba.
Me encontré caminando por senderos ignorados, haciendo algo tan ajeno a mis intenciones, que me costaba trabajo reconocerme. Pretendía descubrir algo que me estaba vedado y que, además, no me afectaba en particular, salvo por el hecho de que alguien había estado ocupando mi casa para no se sabía qué clase de planes.
Subí las escaleras consciente de mi injerencia en asuntos personales y quizá comprometedores.  Iba aferrado al pasamanos como una garrapata. ¿Y si el dueño del piso se tomaba mi intromisión como un ultraje? Iba a salir de dudas en un instante. La puerta estaba entreabierta. De pasada leí la placa con el nombre de Lorenzo Tornabuoni. ¿Sería una trampa? Empujé suavemente y me introduje en un amplio vestíbulo oscuro con las sombras de los muebles agigantados por la tenue luz que provenía de la parte del fondo. Avancé a tientas. No quería ser agorero pero aquella casa rezumaba olor a tumba recalentada.
Llegué a un salón revestido con toda la parafernalia de finales del siglo diecinueve. La tenue luz de una lámpara de pie iluminaba la estancia. Cortinajes de terciopelo, paredes forradas con telas de seda a juego con la tapicería, pesados muebles, retratos y cuadros de paisajes se disputaban el espacio. A la derecha se abría el hueco que daba paso una habitación. A estas alturas de mi investigación  cualquier indicio podía llevarme a algo que yo intuía de importancia. Pero también es cierto que mi estado de alerta exacerbada podía estarme confundiendo. Solo había una forma de salir de dudas.
Palpando con la mano los bordes de las paredes llegué ante una puerta cerrada. Por debajo se filtraba una rendija de luz. Giré el picaporte. Un ambiente asfixiante, húmedo, sofocante, inundaba la estancia. Sufrí la fascinación de lo abominable. Un hombre derrumbado sobre un sillón, empapado en sangre, parecía sonreirme con una mueca siniestra destilando de las comisuras de su boca. Fui consciente al segundo de lo irreparable del acto: aquel hombre estaba muerto. Me acerqué. Un fino estilete estaba clavado en su pecho hasta solo dejar al descubierto su empuñadura. Un tintero derramaba su contenido encima de una mesa escritorio y su mano derecha, apoyada con un último gesto de afectación, apretaba una pluma de ave, en un intento, quizá, de dejar algún testimonio escrito. ¿Utilizando una pluma de ave? ¿Entre qué clase de personajes me estaba moviendo?
Las pocas ocasiones que nos brinda el destino de presenciar actos inenarrables van siempre acompañadas de la posible distorsión de nuestras propias percepciones subjetivas. Nos negamos a aceptar lo inexplicable y esto nos lleva a invalidar lo más evidente. El miedo actúa con un efecto narcótico.
Salí  tan atolondrado, tan falto de reflejos, que solo pensé en huir.
Cuando llegué al apartamento cerré con llave y cerrojos. Eran las cuatro de la mañana. La noche yacía desplomada sobre Florencia y yo empezaba a recobrar el dominio sobre mí mismo, a aceptar los hechos.
Entré en mi habitación. Allí me sentía a salvo. Pero un nuevo sobresalto me esperaba. ¡La imagen del fresco se había borrado! Eso quería decir que Laszlo había vuelto. Si cuando desapareció, el fresco había cobrado vida, ahora correspondía asistir a la representación del caso contrario. Fui derecho a su habitación con la completa seguridad de que allí estaría y podría recibir una explicación satisfactoria de aquellos elementos sobrenaturales.
Momentos más tarde comprobaría que había interpretado los hechos con la avidez y la torpeza del inexperto.
No, no estaba en su habitación. Ni él ni sus pertenencias. Solo un eco mortecino reproducía mis pasos. En el centro de la cama había un sobre a mi nombre. De nuevo se apoderó de mi la inquietud. Abrí el sobre y saqué su contenido; una nota manuscrita en la misma lengua dialectal florentina que yo había visto en los papeles del testamento, me esclarecía con una letra gótica quebrada, ansiosa, escrita con pluma de ave, la implícita confesión del crimen.
“El motivo de mi viaje se debe a los vaivenes de la fortuna. Si te hubieras fijado bien en las facciones del joven del museo habrías visto que era yo mismo. Yo, heredero directo de los Tornabuoni hasta el año 1489, en que fui asesinado. Fue una traición propiciada por una facción de mi propia familia que se pasó a los gibelinos, pero que siguió ostentando el nombre y disfrutando de los bienes y privilegios de nuestra casa. Nunca pudo ser probado. Ahora, el último miembro de esa misma facción quiere despojarnos de nuestro más preciado bastión. He recibido órdenes concretas de los próceres güelfos que aparecen en el fresco de la capilla Tornabuoni. No creo que sea tan difícil de entender. El honor es intangible y,  por lo mismo, inmortal. Duraba siglos la afrenta y así habríamos seguido, transitando la eternidad, si ese hombre no se hubiese atrevido a traspasar las fronteras de lo legal. Aquí acaba la venganza y empieza la justicia.
Te pido disculpas por haberte utilizado. Necesitaba estar en el lugar de los hechos antes de que fuera demasiado tarde. Ese hombre no tiene descendencia. Todo volverá a la normalidad. Espero que en tu próxima visita a esa ciudad puedas admirar el Museo para esplendor de mi familia y la ciudad de Florencia.  Agradecido por tu hospitalidad.   Ludovico “   
Entonces comprendí que el propósito del hombre transparente era dejar ver su estilete clavado en el corazón como anticipo de lo que luego ocurriría. Un arreglo de cuentas con siglos por medio. Algo para no creer, inservible como argumento ante cualquier instancia judicial.
No fue tarea fácil la traducción de aquella carta, como tampoco lo había sido la de los documentos. Cuando hube terminado sentí una especie de satisfacción personal. Ahora veía la utilidad de mis cursos especializados, de las horas de estudio.
¿De manera que aquel hombre había desaparecido de la misma manera que surgió a mi espalda aquella misma mañana? Sí, envuelto en el enigma ¿Existía de verdad o estaba representando una parodia para sus propios fines? ¿No eran demasiados imprevistos en un día?
Me acordé de mi máquina de fotos. El había posado delante de algunos monumentos. Apresuradamente repasé una por una todas las fotografías y, sorprendentemente, comprobé que no figuraba en ninguna: había desaparecido su figura de una manera, una vez más, inexplicable. Era mi último cartucho para demostrarme a mi mismo y a los demás que yo conocía a aquel hombre, que había recorrido con el una parte de la ciudad, que había estado en mi casa… Desistí. Comprendía que había sido sobrepasado por la historia. ¿Quién iba a creerme?
A las seis de la mañana volví a escuchar ruidos y susurros en la escalera. Una vez más me paré a observar por la mirilla de la puerta. Aparentemente, unos trabajadores de la construcción, bajaban sigilosamente material de obra, tablones, baldosas, botes de pintura, sacos de cemento. Conté hasta cinco siluetas. Cerrando la comitiva me pareció reconocer a Stefano, pero había poca luz como para poder aseverarlo.
Deseché mis planes de permanencia en esa ciudad por una semana. Quería marcharme ese mismo día. Cogí mi pequeña maleta y dejé las llaves en la mesa, según lo acordado. Volví a utilizar la red para conseguir un billete de vuelta.
Faltaban cuatro horas para la salida del avión que me devolvería a Madrid.
 Un golpe de intuición  o de intriga me hizo sentir el impulso irrefrenable de volver a la iglesia de Santa María Novella; tenía la necesidad de satisfacer una última curiosidad.
¿Y si era una farsa preparada para algún fin que yo desconocía? ¿Entraba en esta categoría el juego de los roles?
Fui derecho a la capilla Tornabuoni. La iglesia estaba desierta a esa primera hora de la mañana. Solo mis pasos resonaban en aquellas losas seculares. No sabía exactamente qué buscaba, pero allí me encontraba de nuevo, frente a aquellas paredes cubiertas de pinturas al fresco que tanto me habían impresionado la primera vez. Sin saberlo, quizá buscaba los rostros de Ludovico y de Lorenzo entre las escenas religiosas esperando que fueran ellos los que me aportaran alguna luz. Me di cuenta de lo rápidamente que había caído en las redes que tienden los hechos misteriosos.
 Creo que era la ansiedad la que me hacía precipitarme. Llevado por agigantadas conjeturas, veía anomalías por todas partes… Hasta me llegó a parecer que algunas figuras habían cambiado de lugar… ¿Respondían mis presentimientos a simples saltos en el absurdo o había algún hilo de coherencia en mi conducta? Llegué a la conclusión, después de divagar más de media hora por aquel recinto callado, de que no iba a ser capaz de encontrar nada sustancioso que aliviara mi intriga.
 ”No, basta, te estás involucrando  en  una historia que ya está terminada. Has vivido una ensoñación que te ha arrastrado más allá de tus propios límites. Hay sucesos que no se pueden evaluar con datos que pertenecen a otra dimensión. Estás en el siglo XXI, déjate de elucubraciones sobre hechos pasados cuyo significado no está a tu alcance”
 Decidí abandonar la iglesia y partir hacia el aeropuerto.
 Pero, en el precipitado último intento de encontrar una explicación, di, al fin, con lo que estaba buscando. En el suelo de la parte trasera del altar, oculta a las miradas de los visitantes, había una lápida con cerramiento reciente. Un nombre aparecía en letras doradas con fechas de nacimiento y muerte. Lorenzo Tornabuoni  1954 – 2010.

Y todo esto en un solo día.

Publicado en “HIJOS DE LA PÓLVORA”      ANTOLOGÍA de Relatos Hispanoamericanos
LATIN HERITAGE FOUNDATION

1 comentario:

  1. Un viaje al Renacimiento en brazos de un filólogo y un fantasma. No cuesta ningún trabajo incorporarse a la historia, está muy bien trabado todo el proceso. Se presta a una peli de misterio. Enhorabuena.

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